Dejando a un lado la aparición de las vacunas contra la Covid-19 y el retorno de la esperanza de poder recuperar, no sin cambios, nuestras rutinas y comportamientos vitales, en materia energética se ha producido un verdadero tsunami que ha dejado claro que la transición energética no puede ir a la velocidad a la que la tenemos diseñada. Necesitamos acelerar la reforma de una política energética que ha consolidado tanto la dependencia energética de los combustibles fósiles como la falta de gobernanza y de transparencia desde todos los ámbitos de actuación.
El incremento de costes, tanto energéticos como de materias primas, de una economía que se reactiva tras los cierres de fronteras, ha dejado de manifiesto que la industria renovable no está todo lo consolidada que esperábamos. Prueba de ello es que incluso los fabricantes de equipos prefieren asumir las penalizaciones de incumplimiento contractual que cumplir estos contratos, que la subida de precios, por cuestiones más geopolíticas que de demanda, del gas natural ha desnudado el tan aplaudido modelo marginalista, o que el impuesto de emisiones del CO2 se ha demostrado tan irreal como absurdo en su aplicación. Estas situaciones ponen de manifiesto que nuestro sistema no está pensado para migrar, sino para mantenerse dentro de los estándares económicos que los grandes grupos energéticos deciden.
Hemos observado, en dos periodos extremos de diferente origen como han sido la tormenta Filomena y la subida de los precios del gas natural, que la regulación del sistema eléctrico no es adecuada y que la capacidad de lobby del sector energético ha sido capaz de modificar las normas recién aprobadas para paliar los efectos perversos que estas pudieran tener sobre sus cuentas de resultados. Es necesario que el Gobierno tenga capacidad de anticipación no solo para resolver los problemas, sino para procurar que estos no se produzcan.
Disponemos, por fin, de una Ley de Cambio Climático y Transición Energética (LCCyTE), pero que ha nacido ya desfasada, no solo respecto a los objetivos, 23% de reducción de emisiones, si los comparamos con los que ha fijado la Comisión Europea, 55%, sino también en su falta de ambición, como demuestra el hecho de fijar una revisión en 2023, para cambiar un sistema energético que se ha demostrado incapaz de responder a las exigencias que se han producido este año.
Acabamos de cerrar la COP26 y hemos visto que el interés se ha centrado en encontrar interpretaciones de la taxonomía de las inversiones sostenibles, para favorecer al gas y a la nuclear, obviando la hipoteca generacional que introducen los residuos radiactivos y las experiencias fallidas en el avance de las nuevas centrales de generación, y no en establecer los procedimientos de avance para cumplir los compromisos existentes.
Tenemos la posibilidad de que los Next Generation EU puedan servirnos para cambiar el modelo, para democratizarlo y para reforzar el uso abierto de las infraestructuras, pero me temo que muchos millones de euros van a ser enterrados en reforzar la concentración empresarial y en financiar proyectos que se convertirán en monumentos funerarios a tecnologías no maduras.
Las renovables han seguido demostrando su competitividad cubriendo las dos subastas organizadas por el Gobierno, a precios sensiblemente más bajos que los marcados por el mercado mayorista. El modelo de subastas es acertado salvo cuando se pretende dar paso a iniciativas de menor tamaño, que solo han cubierto el 7% de la potencia ofertada.
El desarrollo del autoconsumo, a pesar de no haber avanzado regulatoriamente desde la aprobación del Real Decreto 244, en abril de 2019, refleja el interés de los consumidores, pero deja claro que la realidad operativa del autoconsumo colectivo, de las comunidades energéticas o de las instalaciones con potencia de más de 100 kW es un calvario, principalmente por la actuación obstaculizante de las distribuidoras que supone un verdadero freno a su desarrollo. La Hoja de Ruta planteada propone un objetivo de 9 GW a 2030, ya superado al ritmo actual, a pesar de las barreras existentes, y desarrolla un plan de medidas de actuación sin compromisos temporales de ejecución.
Hemos observado la pérdida creciente de aceptación social de las renovables como consecuencia del modelo con el que se está llevando a cabo su desarrollo al no disponer de una política de ordenación del territorio que debería haberse implementando en paralelo con la fijación de los objetivos energéticos. Las renovables no pueden convertirse en una actividad extractiva que fomente únicamente el despliegue concentrado y centralizado y, en este sentido, como sector tenemos que reflexionar sobre si las formas de desarrollo son sostenibles y tienen capacidad para mantenerse en el tiempo.
Este año 2021 ha sido largo, muy largo, principalmente porque las dificultades que se han ido produciendo no han encontrado ni la respuesta ni la empatía que le pedíamos al Gobierno, de la misma forma y con el mismo resultado que las que el Gobierno le pedía en sede parlamentaria a las eléctricas. Seguimos proyectando un futuro feliz, pero nos olvidamos de la cruda realidad en la que la energía no es considerada como un bien esencial, sino más bien, solo, como un negocio.