Cada equis tiempo aparecen titulares sensacionalistas y endebles sobre el impacto de las renovables en los animales. Siempre vuelan por las redes sociales, replicados por gente que lo debe de considerar un atentado absolutamente intolerable y razón suficiente para que el responsable se cueza en las calderas de Pedro Botero por toda la eternidad. El último caso lo acaba de padecer la solar termoeléctrica.
Según un despacho de Associated Press del pasado 18 de agosto, la central de 392 MW de Ivanpah, en el californiano desierto de Mojave, “achicharra un pájaro cada dos minutos” al interponerse entre los rayos solares que reflejan los heliostatos y la torre receptora central. El dato procede de un grupo oficial de investigadores sobre la fauna salvaje que visitaron la planta. Un grupo conservacionista consultado por la agencia de noticias, el Center for Biological Diversity, calcula que allí mueren unos 28.000 pájaros al año, alrededor de tres cada hora.
La propietaria de la planta, Brightsource, ha tenido que entrar al trapo de la noticia –los investigadores, del Gobierno federal, han pedido paralizar la construcción de otra central– y desmentirla parcialmente: muchas de las llamaradas apreciadas en lo alto y atribuidas incorrectamente a las aves corresponden a insectos o a desechos –como matojos y plásticos– arrastrados por el viento; según sus cálculos, durante los primeros seis meses de este año han muerto 321 pájaros, de los que 133 fueron abrasados por los rayos solares concentrados.
Como sucede con el recuento de asistentes a las manifestaciones, la magnitud de los números depende de quien haga la estimación y probablemente ninguna sea correcta. Quizá haya un problema particular en Ivanpah, porque sus datos de mortalidad aviar, según el propio informe de los investigadores, son muchísimo más altos que los de otras centrales termosolares americanas –en España los casos son esporádicos, se cuentan con los dedos de la mano–, pero lo importante no es quien acierte, sino su relación con otras actividades normales para ponderar su impacto real.
Así, resulta que en EE UU, según el National Fish and Wildlife Forensics Laboratory, el choque contra las ventanas de los edificios es la principal causa de muerte aviar, con una media de 599 millones anuales, y no es difícil encontrar otros ejemplos: el tráfico por carretera acaba con 60 millones, las antenas de telefonía móvil con otros cuatro o cinco millones, y los gatos –esos lindos felinos convertidos en mascotas tras haber protegido nuestras cosechas durante miles de años– con varios cientos de millones más.
Por supuesto que las plantas renovables, como cualquier actividad humana, causan impacto en el entorno natural; no puede ser de otro modo, porque cubrir las necesidades de la población exige transformarlo. Ahí están las indispensables grandes presas, que interrumpen los cursos fluviales, o los parques eólicos, que en EE UU matan medio millón de aves al año. La ciencia pone remedio, dentro de sus posibilidades, y se construyen escalas de peces en los embalses y se instalan dispositivos de ultrasonidos para alejar los pájaros de los aerogeneradores.
Está fuera de discusión que si se puede evitar un daño haya que hacerlo, pero, en cualquier caso, el impacto de las renovables sobre la fauna y el medio ambiente es infinitamente menor que el provocado por la alternativa, las fuentes fósiles y nuclear, por razones obvias. Eso es algo que los ecologistas más radicales deberían tener en cuenta antes de disparar alegremente contra las fuentes verdes. Y, en mi modesta opinión, salvo en casos muy extraordinarios, no justifica la parálisis de su desarrollo.