La columna que tuve el placer de publicar el mes pasado, sobre el fracking, ha levantado una polémica considerable, a juzgar por el número de comentarios que ha suscitado en la página web, por la cantidad de cariñosas broncas que me han echado amigos y conocidos, y por la divulgación que ha tenido; en Argentina, para mi sorpresa, hasta se llegó a elevar mi comentario al rango de noticia: “Especialista en energías renovables asegura: ‘me gusta el fracking”. Por respeto a todos ellos, quiero aclarar alguna cosa de ese texto, y de mi postura personal sobre el fracking.
Tiene razón Ignacio Mauleón –muchas gracias por leerme de forma constante y por dejar siempre, o casi siempre, un comentario a pie de cada una de las piezas periodísticas que aquí publico– al decir que tenía la intención de provocar la discusión. Sí. Sin duda alguna. Porque la discusión es necesaria, sin orejeras ni dogmas.
No me gusta el fracking. Pero lo prefiero al carbón y al petróleo, porque la combustión del gas calienta menos el planeta. Estoy totalmente convencido de que debemos detener la explotación de los hidrocarburos y sustituirlos por renovables cuanto antes, pero, lamentablemente, no es algo que se puede hacer de la noche a la mañana. Aunque no nos guste, implantar un nuevo modelo energético llevará décadas, y, según los climatólogos, el tiempo apremia en la empresa de evitar que la temperatura global suba más de dos grados durante este siglo. Nicholas Stern, autor del célebre informe que lleva su nombre, cree que somos la última generación capaz de actuar con éxito.
¿Quiere eso decir que hay que olvidarse de las renovables y quemar gas? No. Quiere decir que necesitamos establecer prioridades. Primero, renovables, después I+D+i para solucionar los límites técnicos que éstas plantean para el abastecimiento masivo y constante, como el almacenamiento, y después el hidrocarburo menos contaminante, que es el gas. El principal enemigo del clima es el carbón, todavía la principal fuente de generación de electricidad en el mundo, con el 45% del total.
Alguien me ha dicho que es un planteamiento similar al de James Lovelock, el padre de la Teoría de Gaia, que defiende la energía nuclear porque no emite CO2. Es cierto, con la salvedad de que él apuesta por el uranio sine díe y yo creo que el gas sólo puede ser un combustible de transición, y, por otro lado, los riesgos del átomo son inasumibles, mientras que los del gas, incluido el fracking, no.
Y aquí llegamos a otro asunto muy, muy importante: el impacto ambiental real del fracking, porque por ahí se dicen cosas que son más falsas que un euro de hojalata. Supongo que usted, lector, habrá visto la espectacular imagen del documental Gasland en la que se acerca un mechero a un grifo y, al abrir el agua, salta una llamarada. Lo que probablemente no sepa es que eso ya ocurría allí antes de que en la zona hubiera explotaciones de fracking y que se debe a filtraciones naturales.
El fracking contamina, sí, pero no más que el resto de la actividad industrial en la que se cimenta el mundo moderno. Por eso no es de recibo escuchar a un catedrático de universidad –de Alcalá de Henares, para más señas– decir que los aditivos usados en el fracking son habituales en la vida cotidiana –algo verdadero–, pero que cuando nosotros los usamos, por ejemplo, en el detergente de la colada, el agua que se los lleva del hogar se depura, mientras que si se usan en el fracking acaban en el agua del grifo y nos los bebemos. La verdad es que en ambos casos deben depurarse –afortunadamente, hoy la tecnología del agua no tiene problema en hacerlo– y en ambos casos acaban en los ríos, y en el siguiente pueblo del curso fluvial, o en el mar.
Ese tipo de mentiras, burdas, pueden ser útiles para ganar adeptos entre los ignorantes, pero generan rechazo entre los instruidos y, lo que es peor, terminan arruinando toda la argumentación –ahora dicen “relato”– en que aparezcan, por muy correcta que sea en lo demás. Por desgracia, el discurso defensor de las renovables está cayendo en ello; está adoptando el clásico vicio del periodismo de trinchera, que sólo dispara contra el enemigo, ya con artillería, ya con tirachinas, sin pararse a pensar en el terrible daño que le hace a su propia credibilidad. Hace unas semanas, Forges publicaba una viñeta en El País en la que un ‘monstruo de Frackingstein’ acojonaba al personal, en clara mofa de las tonterías que se oyen.
Y contra eso me rebelo, porque defiendo las renovables y creo que esas artimañas de alcahueta producen más perjuicio que beneficio. Gente que aprecio mucho me ha dicho cosas como: “si no te pagan, por qué les defiendes”, o “me recuerda al equidistante entre ETA y el Gobierno” o “no es el momento de decir esas cosas”. Bien, están en su derecho; yo estoy en el mío de denunciar lo que no me parece correcto. Y también en el de negar que por el monte corran las sardinas.