Miguel Sebastián ha publicado un artículo en Cuadernos de Energía sobre su período al frente del Ministerio de Industria. En él, refiriéndose a su gestión durante el tsunami fotovoltaico que se produjo en 2008, caballerosamente se exime de toda culpabilidad y reparte coces al entramado del poder institucional del PSOE, a la extinta CNE, a la banca, a las empresas solares… Llega un momento en que se transmuta en Gary Cooper y afirma que “el Ministerio de Industria estaba solo frente a todos”.
Cuando en 2007 se aprobó el Real Decreto 661, se pensó en la eólica y no se prestó atención al efecto que podía tener en las demás renovables que regulaba; ninguna parecía capaz de crecer significativamente a corto plazo. Sin embargo, los chinos se pusieron a fabricar paneles solares mucho antes, mucho más deprisa y mucho más barato de lo que nadie esperaba. El cóctel resultante fue que la potencia fotovoltaica instalada fue 10 veces mayor que la planificada y, por lo tanto, 10 veces más costosa: una previsión de 300 millones en primas al año se convirtió en una factura de 3.000.
Miguel Sebastián heredó el cargo y el boom fotovoltaico de Joan Clos. En el momento en que tomó el timón del Ministerio, en abril de 2008, no había información fiable sobre cómo evolucionaba el mercado solar; la CNE puso en marcha un contador estadístico de la potencia que entraba en el sistema eléctrico que no pudo prever la magnitud de la avalancha que se avecinaba.
La velocidad con la que se pueden instalar los paneles solares –una de sus grandes ventajas– sorprendió a propios y extraños en España por primera vez; nunca antes se había tenido una capacidad de fabricación global lo suficientemente grande como para que explotara un mercado, fenómeno que después se ha reproducido en muchos otros lugares, desde la República Checa a Italia o Alemania.
En energía, la industria va siempre por delante de la normativa. Eso puede llevar, por ejemplo, a que se pueda perforar en aguas profundas del océano –y las empresas lo hagan–, sin que se disponga de la tecnología necesaria para tapar la fuga submarina de crudo en caso de accidente, como ocurrió en el Golfo de México en 2010. Sólo tras el hundimiento de la plataforma Deepwater Horizon y del mayor vertido de la historia, el Gobierno norteamericano modificó su lábil legislación en materia de seguridad.
La normativa fotovoltaica, en España y en todos los demás países, ha maniobrado para tratar de controlar el impacto económico de las explosiones del mercado sin mucho éxito. Como ya no necesita ayudas públicas con buena irradiación, la energía solar no debería causar más maremotos, pero el daño hecho es muy importante: suya es la responsabilidad de la muerte del régimen de primas, de las medidas retroactivas y de la parálisis que sufren ella y otras renovables eléctricas en no pocos países.
Miguel Sebastián se encontró con algo nuevo, afortunadamente menos peligroso que un vertido submarino, y maniobró como pudo, chocando, efectivamente, contra los intereses legítimos y contra las corruptelas que orbitaban alrededor de un volumen de inversión de 20.000 millones de euros.
Sin embargo, haría bien en avisar a los lectores de su diatriba de que la avalancha solar hubiera sido menor sin el gracioso indulto que otorgó a varios centenares de megavatios –ya nunca se sabrá cuántos– que no llegaron a concluirse a tiempo para tener derecho a cobrar las primas. Igualmente, convendría que cantara la palinodia sobre el calamitoso yerro que cometió con la solar termoeléctrica: su ignara soberbia hizo que la potencia instalada multiplicara por cinco la planificada, con lo que se pasó de un coste previsto de 250 millones anuales a más de 1.000.
La nueva normativa de renovables –que reduce los costes citados en más de un tercio– es fruto directo de esos dos errores de Sebastián. También lo es buena parte del desprestigio que sufren las tecnologías solares en España, porque su actuación provocó una carga económica muy elevada que ha dado alas al discurso falaz de las eléctricas. A ello habría que añadir el subidón del déficit tarifario que se produjo durante su mandato o dádivas varias, como otorgar el pago por capacidad a las hidroeléctricas. Si hoy estamos como estamos, se lo debemos a ese tipo al que le encaja a la perfección el sufijo “ejo”.