Fracking es una palabra inglesa relativamente nueva. Se utiliza para definir una técnica de extracción de gas que consiste en la inyección de agua –proviene de hidraulic fracturing–, arena y productos químicos a gran presión en el subsuelo rocoso. Con su aplicación en la última década, EEUU ha aumentado la producción de un tipo de gas no convencional denominado gas pizarra o gas de esquisto (shale gas), desde el 10% al 20% de toda su producción gasista, y se apunta a que esa cuota puede ascender al 50% en 20 años. El fracking está permitiendo explotar recursos antes inalcanzables –desde la Agencia Internacional de la Energía se afirma que las reservas globales de gas han aumentado hasta los 250 años– y es directamente responsable de que se hayan congelado o cancelado la mitad de las inversiones en eólica y en otras renovables en EEUU.
El fenómeno todavía se circunscribe a Norteamérica, pero ya empieza a extenderse por el resto del globo. En febrero, un informe de McKinsey sufragado por las grandes corporaciones energéticas (Gazprom, Centrica, ENI, E.ON, GDF Suez, Shell…) afirmaba que la Unión Europea podría conseguir sus objetivos de reducción de emisiones para 2050 y ahorrar la friolera de 900.000 millones de euros si en vez de invertir en renovables lo hacía en gas. Según McKinsey, con los recursos de shale gas europeos se podrían cubrir las necesidades del continente durante 30 años.
Sin embargo, Francia está a punto de prohibir el fracking y de revocar las licencias de exploración de shale gas concedidas hace un año a Total y GDF Suez, entre otras empresas. ¿Por qué? Pues porque empieza a haber evidencias de que el fracking envenena las aguas subterráneas en el proceso de destrozar la roca para extraer el gas. En EEUU hay varios casos –muy sonado el de Pittsburgh– y se están adoptando medidas al respecto; el estado de Nueva York, por ejemplo, ha aprobado una moratoria.
Por otro lado, un informe del pasado abril de la Universidad de Cornell (Ithaca, EEUU), denuncia que la explotación del shale gas puede emitir incluso más gases de efecto invernadero que la del carbón. Resulta que en el fracking se usan técnicas de perforación horizontal de la roca –hasta tres kilómetros desde el punto inicial– que emiten grandes cantidades de metano, un gas mucho más contaminante que el CO2. Aunque el gas convencional sea menos sucio que el carbón, el shale gas es bastante peor.
Las noticias sobre lo pernicioso que puede ser el fracking son recientes. Y el negocio en juego, y las expectativas, muy grandes. También en abril, la Oficina de Información de Energía de EEUU publicó un estudio sobre los fenomenales recursos de shale gas recuperables en 32 países. A muchos de ellos la información que contiene les suena, como mínimo, a reducción de la factura y la dependencia energéticas.
En esta Unión Europea nuestra, erigida en adalid de las renovables, no todos son tan escrupulosos y prudentes como los franceses: ya han empezado las primeras pruebas de fracking en el Reino Unido, y Polonia, que asumirá la presidencia comunitaria en la segunda parte del año, quiere convertir la explotación de shale gas en un proyecto común europeo.
Globalmente, el gas debería sustituir al carbón durante las próximas décadas y, con ello, reducir las emisiones contaminantes hasta la implantación de un modelo energético cien por cien renovable. Pero a la vista de lo que empieza a pasar con el fracking, parece que será peor el remedio que la enfermedad.
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