En 1998 comenzó la liberalización del mercado de las telecomunicaciones y sólo tres años después Telefónica había perdido un 35% de los clientes en telefonía fija, su feudo histórico desde que naciera allá por 1924, de la mano de la norteamericana ITT, gracias, según se dice, al oportuno regalo de dos teléfonos de oro macizo, uno para el rey Alfonso XIII y otro para el dictador Primo de Rivera. Muchos de los que abandonaron al antiguo monopolio estatal no lo hicieron porque las ofertas de los nuevos operadores fueran claramente mejores, sino por el mero hecho de que no eran Telefónica; en aquel momento había un importante colectivo de consumidores tan descontentos con la compañía que no dudaron en echarse en brazos de cualquier otro que no fuera ella.
Con la llegada del autoconsumo puede suceder algo similar: incluso antes de que sea claramente más rentable producirse la propia electricidad que comprársela a las eléctricas, habrá muchos que opten por ello, aunque sólo sea por liberarse del sometimiento a su oligopolio. Tras décadas de cautividad, el rechazo social va mucho más allá del anticorporativismo sectario.
La memoria colectiva –a veces confusa e injustamente– tiene muy presente el perjuicio que causan los apagones, los escandalosos errores en los recibos, las estratosféricas retribuciones de los directivos, los malos humos de las centrales térmicas, la fealdad de los tendidos… Mención especial merecen los servicios de atención al cliente, en los que se nos trata como lo que somos para ellas, meros abonados; un reciente estudio de la Confederación Española de Cooperativas de Consumidores y Usuarios concluye que más del 75% de las consultas realizadas “no cumplen con unos parámetros mínimos para que el servicio sea de calidad”.
Ese caldo de cultivo fermentará rápidamente con el autoconsumo. Las eléctricas lo saben, y ya se están oponiendo a él por la vía de las sutiles barreras técnicas y administrativas que habitualmente consiguen introducir en la regulación. En otras ocasiones han llegado a violar la Ley para defender su dominio, como demuestra la multa de 50 millones de euros que la antigua Comisión Nacional de Competencia les impuso en mayo del año pasado.
Recibieron esa multa –por cierto, suspendida cautelarmente por la Audiencia Nacional y aún pendiente de resolución–, porque obstaculizaron el trasvase de clientes cuando comenzó la liberalización del mercado eléctrico en julio de 2009. Desde entonces hay unas 200 empresas que compiten en el negocio de la comercialización, y, aunque se han beneficiado del repudio social a las eléctricas, para el consumidor el cambio acontecido es meramente formal: simplemente, el recibo lo manda otro suministrador.
Con el autoconsumo, en cambio, la transformación será profunda y palpable. Aunque sea muy difícil desligarse totalmente de las eléctricas en la práctica, producirse la propia energía es una opción tan potente, y con tantas ventajas objetivas y subjetivas, que ganará adeptos con rapidez. Quizá comience despacio, pero habrá ‘Efecto Telefónica’.