tomás díaz

Doctor, me gusta el fracking

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Cada vez me gusta más el fracking, ¡qué le voy a hacer! He pensado en acudir al galeno, a ver si me receta una píldora maravillosa que elimine esa simpatía de mis conexiones neuronales, pero aún no me he decidido. Eso sí, se lo he consultado a la
almohada –curandera ella– y el resultado no es el que yo esperaba, de hecho, ya tengo medio redactada una reclamación a Morfeo, gran regidor de cojines y derivados, para que la aleccione o, en castigo, le prive de bordados y puntillitas.

El caso es que cuanto más me devano los sesos, más me gusta el fracking. De entrada tengo un rechazo insalvable –de ahí mi sinvivir–, porque es una técnica de extracción de combustibles fósiles y éstos debemos dejarlos donde están si queremos frenar el cambio climático. Sin embrago, enseguida comienzan mis axones y dendritas a desmadrarse, porque en EE UU, gracias a su explotación, las emisiones de CO2 se han reducido más que en cualquier otro lugar del mundo, incluida nuestra verde Europa. Como la combustión de gas emite la mitad de gases de efecto invernadero que la de carbón, al otro lado del Atlántico éstos han bajado en 200 millones de toneladas sólo en 2012, mientras que en la UE se han reducido en 50 millones, y sobre todo por la crisis.

Es verdad que en esa cuenta faltan las emisiones de metano –el gas que se escapa sin quemar, ya sea durante un fracking, por las fugas de un gasoducto de miles de kilómetros o en un pozo de hidrocarburos convencional–, pero a la luz de los fríos datos, los amigos yanquis están actuando mejor contra el cambio climático que nosotros. Con un poco de mala leche, podría replicarse que el carbón que ellos ya no queman –allí la cuota del negro mineral ha bajado en los últimos cinco años del 49% al 37%– nos lo han endilgado a nosotros, que lo consumimos un 3% más, pero no nos engañemos, si no lo hubiéramos aprovechado los europeos, lo hubieran hecho los asiáticos, los africanos o cualquier otro, habida cuenta de la sed energética del planeta.

Ya un tanto confundido por la conclusión del análisis, a saber, el fracking frena el calentamiento global, indago sobre los otros impactos que, como si fuera una maldición bíblica, se le achacan: contamina acuíferos; produce cáncer, prurito y otros alifafes; deja la tierra como un queso de Gruyère; causa pequeños terremotos… Como procuro ser ecuánime, también pondero lo positivo: creación de empleo, reducción de la dependencia energética, mayor competitividad…

Y sí, sí, circunvolución arriba y abajo, en ese tango feraz que es el pensamiento, encuentro razones para el rechazo. Pero no en el proceso de fracking propiamente dicho, porque mucho de lo que se afirma por ahí, con ladina intención, es falso: hoy en día la técnica es segura, tanto desde una perspectiva ambiental como de salud pública; no es más perjudicial que otras industrias que nos abastecen de bienes básicos.

En realidad, su larga lista de atentados y desmanes se nutre de épocas pasadas –se usó por primera vez en 1821 con pólvora negra y hasta la mitad del siglo pasado se emplearon productos como nitroglicerina o napalm– o responde a malas prácticas de las empresas petroleras, algo que, lamentablemente, parece consustancial a ellas. A pesar de eso, en EE UU se han realizado más de dos millones de perforaciones con fracking, un millón de ellas con medios modernos. ¿Alguien en su sano juicio cree que se hubiera consentido tanto agujero si fuera tan negro como lo pintan?

Doctor, dígame, por favor, ¿debo pedir plaza en el centro frenopático municipal?

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Luis
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