La transición energética, como la transición ecológica que la engloba, requiere para llevarse a cabo el apoyo de la sociedad. No me cansaré de escribirlo. Estamos inmersos en una tarea gigantesca para en dos o tres décadas –no tenemos más tiempo– prescindir de los combustibles fósiles que en los dos siglos anteriores nos han permitido un importante desarrollo en todos los ámbitos y alcanzar importantes grados de confort, aunque, lamentablemente, de forma muy desigual en el planeta. Todos sabemos cuáles han sido las consecuencias, aunque no las tengamos plenamente asumidas en la relación causa–efecto, que nos llevan hoy al objetivo de la descarbonización de nuestro sistema energético.
Esta tarea que puede resumirse en dos líneas, dejar de quemar fósiles y usar recursos naturales y renovables para dotarnos de energía, es sin embargo la más compleja que pueda imaginarse globalmente. No se trata solo de sustituir unas tecnologías por otras sino de romper fuertes inercias, cambiar hábitos, actuar en otros escenarios y, sobre todo, romper una cultura de la energía que ha tenido, y tiene todavía hoy, la oferta como guionista.
No vamos a lograr responder al reto que a cada informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático pone, cada vez con más contundencia y urgencia, ante nosotros ni vamos a cumplir los objetivos que nos marca el Acuerdo de París si la sociedad no es la fuerza tractora de esa transición. Los políticos solo actuarán con la decisión necesaria cuando sientan la presión ciudadana en una misma dirección.
Hoy por hoy eso no es así. Bien al contrario, estamos muy lejos de que desde la ciudadanía surja un clamor para poner la lucha contra el cambio climático como prioridad de la acción política y de que se revele como un reto susceptible de un acuerdo entre las distintas fuerzas políticas. Esa conciencia ciudadana tiene que surgir de un debate en la sociedad sobre las causas, los efectos, los escenarios, los caminos y los plazos para esa transición energética. Hemos perdido la ocasión de llegar a la opinión pública permeabilizando los debates de la bienintencionada Asamblea Ciudadana por el Clima, que ha tenido la gran ventaja de que se han desarrollado en términos comprensibles para el conjunto de la población, pero se han quedado en el limbo. Una pena porque en Francia, que nos precedió en esta iniciativa, sí que las deliberaciones tuvieron cierta trascendencia en la opinión pública.
En nuestro país este debate se nos antoja hoy imposible, vamos a decir “casi” imposible porque tenemos la obligación de intentarlo. Para empezar, nace contaminado por la polarización política que absurdamente ha manchado también este ámbito. Es incomprensible que frente a la unanimidad de la ciencia –sí, unanimidad rotunda por mucho que algunos medios den voz recurrentemente a personajes estrafalarios– una parte de la clase política siga negando o matizando la evidencia en su empeño de hacer de cada tema una ocasión para el enfrentamiento. Del otro lado nos encontramos, por ejemplo, con los que han decidido que los planteamientos que defendieron hasta ayer, las renovables frente a los fósiles, ya no son válidos porque hay grandes empresas, o empresas sin más, que hacen negocio con ellas y por tanto han dejado de ser parte de la solución para pasar a ser parte del problema.
Pero este despropósito encuentra caldo de cultivo en el que para mí es el principal problema: la falta de información. No se trata ya de un desconocimiento generalizado de los temas energéticos –cuya complejidad no podemos obviar– sino que la energía se ha convertido en uno de los terrenos favoritos para los bulos más disparatados o los tópicos mil veces desmentidos. Si a ello le añadimos los despropósitos que un día sí y otro también leemos, escuchamos y vemos en los medios de comunicación –demasiadas veces protagonizados por esos portentos de la sabiduría que son los tertulianos– tenemos el cóctel perfecto para hacer imposible, casi imposible, ese imprescindible debate ciudadano sobre la transición energética que algunos deseamos y perseguimos.