La gran virtud de la democracia es (¿o debería ser?) que cada ciudadano a la hora de elegir la papeleta que va a meter en la urna puede poner en orden o priorizar sus valores, sus convicciones o sus preocupaciones para silenciar el ruido de una campaña en la que se le ha saturado de frases, eslóganes y verborrea de todo tipo. Cada uno de nosotros puede en ese momento decidir que es lo más importante, que es lo que más le afectaría del escrutinio de los votos, del suyo y del de todos los que acudan a votar ese día.
A estas alturas, cuando los medios de comunicación han accedido por fin a llevar a la portada el tema del cambio climático, cuando sus efectos no son una amenaza sino una realidad de nuestro día a día, cuando parece existir un consenso, al menos en los discursos, sobre la necesidad de avanzar hacia un modelo energético descarbonizado, cuando ya nadie (nadie con criterio quiero decir) discute la necesidad de una Transición Energética, cabría pensar que este debería ser un asunto que quede al margen del resultado que deparen las urnas el 28 de abril. Mucho me temo que no es así.
Efectivamente, aunque a estas alturas deberíamos contar ya con un Pacto de Estado que marcara claramente la hoja de ruta de esa imprescindible Transición Energética, un camino que no se viera alterado cada cuatro años por el resultado de las convocatorias electorales, no es esa la realidad. No, para nuestra clase política, para la que cualquier tema, hecho o circunstancia es motivo para tirarse los trastos a la cabeza en lugar de construir, ese camino hacia otra forma de dotarnos y usar la energía también es motivo continuo de enfrentamiento, excusa para levantar barricadas que no tienen —a mi entender— sus raíces en cuestiones ideológicas de fondo si no en la permanente obsesión de entender la política como conflicto.
Desde la moción de censura del pasado año hemos asistido a un cambio radical en la forma en la que el Gobierno afrontaba el tema medioambiental en general y el energético en particular. La creación de un Ministerio para la Transición Energética y el nombramiento al frente del mismo de la persona más adecuada para la tarea como lo es Teresa Ribera suponía un giro de 180 grados respecto a la política que Álvaro Nadal, primero desde la Oficina Económica y luego desde el Ministerio había impuesto en el ámbito de la energía con el PP en el poder. Una política tan reaccionaria que en privado algunos responsables de su partido afirmaban que era solo de su propia cosecha y no les representaba más que coyunturalmente.
Lamentablemente desde la derecha se ha vuelto a caer en la tentación de utilizar este territorio para la confrontación, aunque sea para algo tan absurdo como rasgarse las vestiduras por una prohibición del diésel a quince o veinte años vista. Su discurso sigue siendo cuestionar la transición por discrepancias anecdóticas o por aferrarse al pasado reprochando al Gobierno que vaya a prescindir de la energía nuclear dentro de tres lustros. De nada sirve que se haya prolongado la vida útil de las centrales nucleares contradiciendo lo que decía el programa del PSOE, concesión que considero el paso más negativo del ejecutivo en esta materia, la cuestión es marcar distancias.
La perspectiva de un tripartito parlamentario en el que por un lado figure una formación (yo no voy a caer en la trampa de hacerles la campaña citándoles) que habla del “camelo climático” y por el otro uno, Ciudadanos, que se ha escorado tanto que ya casi no habla de sostenibilidad, de medio ambiente y mucho menos de transición ecológica, es bastante preocupante para los que tenemos como prioridad la lucha contra el cambio climático, la construcción de un nuevo modelo energético, en definitiva, la forma de relacionarnos con el planeta.
Sí, la Transición Energética también va a las urnas el 28 de abril.