El penoso espectáculo que han ofrecido este verano los ministros de Hacienda e Industria polemizando a través de entrevistas y declaraciones en los medios sobre las competencias de uno y otro para aplicar o no unas tasas al consumo de gas o a la producción de electricidad con distintas tecnologías podría haber sido un sano ejercicio democrático si ambos dirigentes hubieran aprovechado el último Congreso del Partido Popular para debatir, con argumentos y réplicas de fondo, una ponencia en la que fijar las propuestas de esta formación en materia energética que los ciudadanos hubieran tenido oportunidad de conocer antes de ir a las urnas. Aunque, en cualquier caso, visto lo visto, no hubieran sido garantía de nada.
Utopías aparte, lo que más sorprende de este rifirrafe ministerial es la forma en la que Montoro ha despachado la posibilidad de establecer el llamado “céntimo verde” al consumo del gas. El pecado de esta propuesta para el titular de Hacienda es que esta medida no ha nacido entre las paredes de su Ministerio lo que, al parecer, es suficiente para descalificarla y que esa “última palabra” que se reserva para si mismo (pensaba uno que eso era cosa del Presidente) no sería en ningún caso positiva.
Se equivoca Montoro cuando priva a sus compañeros de gobierno de tener cualquier iniciativa en el ámbito. La fiscalidad –lo sabe muy bien el ministro- no es exclusivamente un elemento recaudatorio para llenar las arcas del Estado o de cualquier otra administración; no, los impuestos sirven, deben servir, para lograr unos fines, unos cambios de hábito en la sociedad, para penalizar determinados comportamientos y premiar otros; así ha sido y así debería ser más todavía en el futuro por muy impopular que resulte siempre gravar actividades, usos o bienes muy arraigados entre la población.
No puede Montoro negar a un ministro de Medio Ambiente, Cultura o Energía que tomen iniciativas en el ámbito fiscal para intervenir en el suyo propio. La fiscalidad está llamada a ser una herramienta decisiva en cualquier política energética. Debemos gravar –sí, aún más- los carburantes y el gas, debemos penalizarlos porque ni disponemos de ellos ni podemos seguir emitiendo gases de efecto invernadero que causan el cambio climático. Los conductores pondrán el grito en el cielo, los transportistas bloquearan las carreteras y un largo etcétera de colectivos afectados (no
faltará el de tertulianos ignorantes) protestaran todo lo ruidosamente que puedan.
Pero es inaplazable aplicar de verdad el principio de que “el que contamina paga” o el de “priorizar lo que tenemos (las renovables) frente a lo que no tenemos (petróleo y gas)”, reconducir los impuestos existentes con criterios finalistas, intensificar las exenciones fiscales para actuaciones o inversiones encaminadas al ahorro y a la eficiencia, en definitiva, lanzar señales de precio a los ciudadanos para cambiar los hábitos energéticos.
Eso sí, sin olvidarse de controlar a las grandes corporaciones energéticas que hasta ahora manejan a su antojo los precios y para las que no parecen existir crisis ni recesiones a la luz de los resultados que publican para gloria de sus accionistas y ruina de los consumidores.