Sergio de Otto
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La decisión sobre el cierre o prórroga del permiso de funcionamiento de la central nuclear de Garoña ha dado lugar al debate más apasionado sobre cuestiones energéticas que haya tenido lugar en nuestro país. Un debate en el que ha reinado la confusión más absoluta, la manipulación de los datos, la adulteración de los términos y en el que se ha disparado en todas direcciones con argumentos de todo tipo desenfocando casi siempre el alcance de lo que estaba en juego. Es cierto que más allá del futuro de una instalación de 466 MW de potencia instalada (por cierto, el 0,5 por ciento de un parque de generación de 90.000 MW) se ponía a prueba la voluntad de un Gobierno de cumplir con un compromiso electoral para emprender el camino hacia otro modelo energético.
La primera constatación es que de la lectura de muchas informaciones y comentarios, de lo escuchado en muchas tertulias radiofónicas o de café, daba la impresión de que estábamos ante la vuelta a las cavernas, a las puertas del gran apagón de nuestro sistema eléctrico, en vísperas del gran caos. Es lógica la defensa de los trabajadores de la central de sus puestos de trabajo, es lógica y legítima la defensa de sus intereses por parte de los titulares de la instalación por el lucro cesante que el cierre suponía, pero no puede más que sorprender la vehemencia con que amplios sectores sociales han salido en defensa de esos intereses convencidos de que está en juego nuestro confort, nuestra competitividad, en definitiva, nuestro modelo de vida.
He de reconocer que he sentido cierta envidia al comprobar en mis propias carnes, en tertulias tanto profesionales como en el ámbito privado, la pasión y entusiasmo con que se defendía la continuidad de esta instalación. Tenemos mucho que trabajar los que creemos a medio plazo en un modelo basado cien por cien en el ahorro, la eficiencia y las renovables para conseguir ese mismo respaldo social.
Ha sido muy difícil explicar a estos interlocutores que, aún dejando al margen las condiciones de seguridad de la central o la conveniencia de seguir acumulando residuos radioactivos, el respaldo al cierre de esta central se justifica para muchos en la convicción de que la energía nuclear no puede formar parte del modelo energético del futuro (las razones las hemos ido desgranando en esta columna desde hace años) y que, por tanto, cuanto antes prescindamos de ella más rápidamente avanzaremos hacia ese modelo sostenible.
Es cierto que en la defensa de esta decisión se han producido algunos excesos verbales y unas lamentables y equívocas torpezas del propio presidente del Gobierno, entre otras la de permitir al ministro del ramo manifestarse en dirección contraria a lo que puede acabar siendo uno de los asuntos claves de la legislatura. No es menos cierto que, del otro lado, la tergiversación de la realidad con los más absurdos argumentos es moneda corriente. Desde afirmar que el cierre de Garoña puede suponer un incremento del 10 por ciento del precio de la electricidad (que comentaba el mes pasado) hasta el eterno y aburrido sambenito de que “entonces ¿por qué compramos tanta energía nuclear a Francia?”. Da igual que uno les remita a los datos de REE para que comprueben que somos un país exportador de electricidad y que lo que importamos de Francia es menos del 1 por ciento de la producción nacional y por razones operativas.
Pero el colmo del absurdo es cuando se descalifica la decisión del Gobierno por su carácter político. “Es una decisión política” se afirma como si fuera la más horrible de las perversiones. Pues sí, debe ser una decisión política porque para eso elegimos a nuestros representantes políticos dado que no estamos en una “tecnocracia” que seguro que a algunos les entusiasmará para este caso y les horrorizaría en otros.
En definitiva, no estamos ante el fin del mundo pero si puede ser un pequeño primer paso en el camino de dotarnos de energía de otra forma: sin despilfarros y empleando los generosos recursos que la naturaleza nos ofrece. Tan sencillo como eso.