Sergio de Otto
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Esta larga campaña electoral que nos espera hasta el mes de marzo, y de la que ni siquiera podría fijar cuál fue el pistoletazo de salida, mucho me temo que va a ser una de las más duras y con mayor nivel de crispación de nuestra reciente historia democrática. Sin embargo, creo que va a ser la primera en la que el medio ambiente y la energía van a ser un argumento central del necesario y enriquecedor debate político. Creo recordar que en un artículo de hace meses glosaba la tímida irrupción del tema energético en los discursos de algunos candidatos a las última elecciones municipales y autonómicas.
De entrada, tanto desde el partido en el poder como por parte del principal partido de la oposición ya se ha anunciado que la lucha contra el cambio climático tendrá un lugar destacado en los respectivos programas electorales. Incluso desde el Gobierno se sugiere la posibilidad de crear una vicepresidencia para asuntos medioambientales que sería, desde luego, un paso esencial para que los problemas a los que nos enfrentamos tuvieran una respuesta adecuada, que no se disperse como sucede en la actualidad en las competencias de los distintos departamentos ministeriales. En el caso de la oposición se han apresurado a rectificar el tremendo resbalón de su líder en este terreno y no dejan desde entonces, en cada ocasión, de incluir la lucha contra el cambio climático entre las prioridades de su agenda. Tendrán de partida un serio “handicap” de credibilidad puesto que sus ocho años en el poder fueron una pérdida de tiempo en el cumplimiento de los acuerdos de Kioto que les correspondió rubricar.
Uno, que lleva muchos años reclamando que se hable de energía, que se discuta y profundice en las consecuencias de nuestro obsoleto modelo energético, que se analicen y contrasten las posibles fórmulas para construir una nueva forma de usar y dotarnos de energía, no puede más que felicitarse de que ese debate sobre la energía irrumpa en la vida política. Bienvenido.
Pero uno también tiene cierto temor a que la pobreza del debate político en general, a que la descalificación automática del adversario, el “dime que dicen ellos que yo diré absolutamente lo contrario” que impera tan a menudo en el discurso de nuestros representantes, y otras descorazonadoras características de la vida pública española contaminen de entrada lo que debería ser un debate menos pasional y más reflexivo. Pero eso debe ser pedir demasiado para nuestra sociedad.
Y, sin embargo, hay números, hay datos, hay hechos de lo que han supuesto hasta ahora, suponen hoy y significarán mañana cada una de las apuestas energéticas, ya sean los combustibles fósiles, la energía nuclear, las renovables, el ahorro, la eficiencia, la captura de carbono, el hidrógeno, la fusión, etcétera, etcétera. El debate energético debe ser iluminado por cifras REALES sobre los costes REALES de estas tecnologías y políticas en la materia y, ese debate, debe ahondar en el resto de implicaciones estratégicas, sociales y —sí, también— éticas. Por ejemplo, en este último ámbito debemos reflexionar si podemos seguir por mucho tiempo construyendo un modelo energético que no queremos compartir con determinados países, como sucede en el caso de la energía nuclear, o despilfarrando la energía ante los ojos de media humanidad que apenas tiene el acceso a la energía, el justo para ver todos los días por la ventana de un viejo televisor como arrasamos con los recursos mientras se nos ponen los pelos de punta pensando en lo que sucederá a este planeta cuando ellos hagan lo propio. Es sólo un ejemplo.
Ahí está también el ámbito estratégico, escenario más que preocupante con, por un lado, unos países productores de petróleo que se debaten entre la línea dura de los que quieren asestar un golpe definitivo a las economías occidentales y los que prefieren seguir desangrándolas poco a poco. O, por otro, ese reducido grupo de naciones que cuentan con las reservas de gas más importantes y que han amenazado con institucionalizar su cartel para llevar a cabo su propia política. Aquí no hay números pero si riesgos clamorosos que hablan por sí solos.
Apasionante, ¿verdad? Pero corremos el riesgo de quedarnos en los de siempre: discutir sobre si se prolongan la vida de las nucleares cinco años o no y, lamentablemente, volver a escuchar desde algunos púlpitos lo de que “ya sabemos que las renovables son caras” con el que muchos zanjan el debate. No lo permitamos.