En los medios de transporte público se otorga carácter de omnipresencia al consejo: “antes de entrar, dejen salir”, con el que se procura evitar el desorden, y los incidentes o accidentes que el caos pueda ocasionar. El orden es un criterio de sentido común, deseable en cualquier ámbito social o actividad humana.
En un sector regulado y esencial, como es el energético, el orden ya no sólo parece deseable, sino que habría de ser una cualidad inherente a la actividad de generación, transporte y suministro, otorgando así una adecuada eficiencia al servicio, a los usuarios y a los diferentes actores de la cadena de valor. Este escrúpulo habría de ser mayor, si cabe, en un proceso de transición ecológico–energética trascendental para nuestra casa común, el planeta Tierra, y para el bienestar social de sus moradores.
Esta transición energética que, hace más de 15 años iniciaron con entusiasmo 65.000 familias españolas, arriesgando sus ahorros e hipotecando sus hogares, precisaba madurar tecnológicamente nuevas formas de generación, renovables, para sustituir las fuentes contaminantes que emiten los gases de efecto invernadero. Era preciso tener la solución, que ya se tiene, y aplicarla de forma rápida y masiva, que ya se hace. Para ello se cuenta con un valioso instrumento denominado Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), un libro de ruta que fija objetivos e hitos temporales de penetración de dichos grupos de generación renovable en un marco de descarbonización que ha de ser sinónimo de electrificación.
En España nos encontramos con desajustes preocupantes: la penetración de producción renovable excede con mucho la esperada, mientras que la electrificación de los consumos va en franco retroceso. El éxito de la expansión renovable puede resultar también un fracaso. Multiplicar la potencia renovable disponible en el sistema eléctrico es condición necesaria, pero no suficiente. Si los consumos no se electrifican la descarbonización se detiene, con independencia de los GW verdes que se instalen.
El verdadero éxito de la descarbonización está en la electrificación efectiva y rápida de los consumos energéticos, y esto no está ocurriendo. Tenemos la oferta, pero no se atisba la demanda, la implantación de la movilidad y el transporte eléctrico no avanzan a la velocidad que debieran, y los sistemas de climatización por bomba de calor tampoco se imponen, por citar dos vectores clave en la electrificación.
Esta coyuntura podría disuadir a muchos inversores, que, viendo una demanda de electricidad en retroceso frente a una oferta desmesurada, consideren arriesgadas las amortizaciones de los proyectos. Más si cabe si los sistemas de almacenamiento no se están integrando al ritmo que debieran, las interconexiones con Europa son insuficientes y el sistema de fijación de precios horarios ofrece cifras razonables para unos; pero cada vez más bajas, por momentos insignificantes cuando no a cero, para los que aportan, necesariamente, su energía, precisamente renovable, en las horas diurnas.
Es el momento de que vayan saliendo las tecnologías contaminantes del sistema energético, de forma progresiva y ordenada, para que, mediante la electrificación de los consumos, vayan ocupando ese lugar las fuentes renovables; pero también es de sentido común descarbonizar el propio sistema eléctrico y no sobredimensionar la oferta renovable disponible, porque desincentiva la inversión de los que consideran desarrollar futuras instalaciones renovables al contemplar la previsible evolución de los precios que van a obtener los actuales generadores.
Es necesario orden en un proceso que, para culminarse con éxito, debe albergar una razonable sincronía entre la oferta y la demanda, de tal forma que la sostenibilidad económica de los generadores y del propio sistema sea también una garantía para alcanzar nuestra meta común: la sostenibilidad medioambiental.