¡La electricidad es diferente! Sí, la electricidad es diferente aunque hay quien, en pleno siglo XXI, se enroca en considerarla como un ‘combustible’ más, tal y como se la ha tratado desde que Samuel Insul de la Commonwealth Edison de Chicago, junto a otros, logró imponer su visión de que el sistema eléctrico era un monopolio natural, con grandes centrales generadoras, redes de transporte y distribución y personas condenadas a ser ‘abonados’ al suministro eléctrico (consumidores pasivos).
Pero no siempre fue así. Desde el nacimiento de la electricidad, en 1870, los primeros sistemas eléctricos se pensaron para la provisión de un servicio, la luz (y no una cosa que la liberalización ha asimilado a un producto, electricidad, cuando en realidad es un proceso). Y se proporcionaba luz mediante un generador, cables, interruptores y lámparas, todo ello instalado en un único edificio, de manera que el operador y propietario estaba comprando y pagando, no electricidad, sino luz eléctrica, frente a la competencia que proporcionaba luz a partir de gas.
La gran idea de Thomas Edison era aumentar la escala de todo el proceso para reducir su coste unitario. Para demostrar la eficacia de su propuesta, Edison tuvo que recurrir a la búsqueda de diversos propietarios de edificios, en los cuales instalar sus lámparas, todas conectadas a un único generador. La eficiencia global del proceso era bajísima: 10% la conversión del carbón en electricidad y menos del 10% la conversión de la electricidad en luz. Todo ello conllevaba que el 99% de la energía contenida en el carbón se desperdiciaba, en forma de calor. Para evitar que el coste fuera prohibitivo,
Edison luchó para minimizar las pérdidas y optimizar el sistema completo, para hacerlo lo mas eficiente posible.
Los primeros sistemas de estas características se instalaron en 1882, en Manhattan, Nueva York y en Holborn, Londres. La máquina de vapor y el generador instalados en Pearl Street, iluminaban oficinas en Wall Street y en el New York Times. Edison facturaba a sus clientes, no por la electricidad ‘consumida’ sino por la luz que proporcionaban las lámparas, en función del número de ellas en cada edificio.
Pero a mediados de 1880, las cosas empezaron a torcerse. Nadie se podía imaginar los cambios que produciría la invención de un curioso artefacto: el contador de unidades de electricidad (kWh), que ha devenido el más simple y efectivo artefacto para impedir la mejora de la eficiencia de los sistemas eléctricos. ¿Por qué? Porque el contador eléctrico cambió las reglas del juego. Pues si lo que se pretendía era vender luz eléctrica, se debía hacer el conjunto del sistema lo más eficiente posible, para minimizar el coste global. Pero si lo que se quería era vender unidades de electricidad, medidas mediante un contador, no importaba la eficiencia del sistema, pues cuantas más unidades de electricidad utilizaba en cliente, mejor para quien la vendía, pues utilizando lámparas más ineficientes, se requería más electricidad para alcanzar el mismo resultado (luz).
Hoy, más de 130 años después, la electricidad está volviendo a sus orígenes, pues lo que actualmente la ciudadanía empieza a valorar, no es tanto la cantidad de electricidad empleada (y menos cuando el precio del kWh suministrado esta más alto que nunca), como los servicios que presta el proceso de generación y uso de la electricidad in-situ. Si ello va acompañado por el gran abanico de tecnologías de suministro y uso final a nuestra disposición, se abre una nueva perspectiva para que cambie radicalmente el panorama de la electricidad, respecto a como se ha desarrollado durante el siglo XX.
Por ejemplo, ya hoy, los servicios energéticos necesarios para un edificio pueden ser proporcionados in-situ, mediante una combinación de diversas tecnologías de generación local (solar térmica y FV, eólica, cogeneración con combustibles de origen biológico, geotérmia, etc) y tecnologías altamente eficientes de uso final (edificios con requerimientos térmicos mínimos, electrodomésticos altamente eficientes, etc). La ventaja de hacerlo de esta forma y hacerlo in-situ, donde se necesita, es que fuerza a los usuarios a utilizar las tecnologías de uso final de la energía más eficientes disponibles en el mercado, lo cual se traduce en una disminución de la potencia necesaria a instalar para suministrar los servicios energéticos requeridos y, como consecuencia, una disminución del coste económico del conjunto (generación y uso).
Pero si bien técnicamente ello es factible y, en muchos casos, también lo es económicamente, existen incontables barreras político-administrativas que impiden la generalización de un sistema de estas características, pues el marco actual favorece, prioritariamente, el mantenimiento de las viejas estructuras heredadas de los monopolios territoriales, cuyo objetivo es vender cuantos más kWh, mejor.
Cambiar la obsoleta concepción de un sistema eléctrico centralizado basado en la quema de combustibles a la concepción de un sistema eléctrico descentralizado basado en infraestructuras para la captación de flujos biosféricos para generación y provisión de servicios, requiere, ante todo, voluntad política, para hacer los cambios administrativos necesarios que disuelvan las barreras hoy existentes. En una palabra, requiere crear el marco para hacer posible la reapropiación ciudadana del sistema eléctrico. Los oligopolios, aun hoy existentes, deben ser despojados de sus privilegios para que pueda nacer un mercado eléctrico libre de verdad, no basado en el menor coste del kWh generado (externalizando los costes ecológicos y sociales), sino en la calidad del servicio, al menor coste ecológico y social.