Recordemos aquel proyecto venezolano “Sembrando luz” con el que se estimuló la electrificación del país en más de 2 puntos a través de este tipo de plataforma. Se pasó del 96% al 98% de electrificación en apenas una década. Un 2% que puede sonar poco relevante para los profanos, pero que representa la última milla, el tramo más complejo, costoso y técnicamente difícil de superar en la carrera hacia el 100%.
Estamos hablando de llevar energía a las zonas más despobladas, inaccesibles y menos desarrolladas en términos de infraestructuras del país, aquellas que quedaron excluidas del plan general por la gran complicación añadida y los altos costos de su electrificación. Subir dos puntos para pasar del 96 al 98% no es lo mismo que subir la misma cantidad en el tramo de los 80%, nada que ver. Y en esto estaremos de acuerdo casi todos los expertos. Venezolanos, peruanos o argentinos sabemos bien que las microrredes brindan un inmenso apoyo a cualquier sistema que quiera situarse en la plena electrificación a pesar de los accidentes geográficos o la dispersión demográfica.
Esta experiencia está llamada ahora a seguir el camino inverso al habitual, desde los puntos remotos e inaccesibles al contexto urbano. Y es que el fenómeno de las microrredes está ganando un espacio creciente en la edificación y planes urbanísticos de última generación. Barrios de nuevo cuño, centros comerciales, oficinas, polígonos industriales, explotaciones agrícolas, hospitales o industrias están echando la mirada a estas redes autónomas e independientes, capaces de generar energía propia para el autoconsumo.
Las tecnologías renovables son los aliados naturales de cualquier microrred. Su fácil instalación y su adaptabilidad a la pequeña escala hacen posible que paneles solares, minigeneradores eólicos, microturbinas, dispositivos de aprovechamiento geotérmico y baterías puedan incorporarse a nuestras vidas de forma relativamente ágil y sencilla. Frente a las monumentales obras y operaciones del gran sistema centralizado, las microrredes sorprenden por su relativa asequibilidad y eficiencia. Lo que se genera se consume casi en el mismo sitio, reduciendo considerablemente los costes de distribución y posibles mermas. Al transportar electricidad se producen pérdidas, que son más altas cuanto mayor es la distancia y cuanto menor es la tensión a la que se transporta, así que la opción de consumir energía autóctona siempre será la más eficiente.
Además, la proliferación de este tipo de instalaciones promueve una mayor independencia energética y una menor factura de combustibles fósiles, la generación de empleos cualificados del sector renovable y la reducción de las emisiones de CO2. Todo esto sin olvidar que los sistemas distribuidos diseñados para la urbe son versátiles, pueden funcionar tanto de forma autónoma como conectados a la red pública de distribución. Lo que viene a incrementar considerablemente la fiabilidad del suministro y por tanto la seguridad energética.
Es indudable que las ventajas de los sistemas inteligentes de distribución eléctrica son muchas. Que las microrredes no hayan alcanzado en los últimos años un mayor desarrollo no se debe a aspectos técnicos, estos han sido superados hace tiempo. Los obstáculos se sitúan más bien en el área jurídica y económica.