Entre otras estaban el Banco de Crédito Industrial, el Banco de Crédito Local y el Banco Exterior de España, cuya misma denominación indica su finalidad concreta. Eran entidades privadas o semipúblicas, aunque estaban muy controladas por el Estado, en la mayoría de los casos a través del Ministerio de Hacienda.
Los recursos básicos de esos bancos procedían de la emisión de títulos de renta fija suscritos por particulares o bancos, con la salvedad de que podían se pignorados por estos últimos en el Banco de España. Dicha pignoración, que era muy utilizada, daba lugar a que en último extremo la mayoría de la financiación procedía del Banco de España mediante la creación de dinero de curso legal.
Dichas entidades atravesaron diversas vicisitudes, entre otras la Guerra Civil de 1936/1936. Y en 1972 todas las existentes, menos el Banco Exterior de España, fueron nacionalizadas mediante la compra por el Estado de sus acciones, creándose por tanto una verdadera banca pública. Con la justificación de que ya no eran necesarias o que no eran rentables todas se fueron privatizando, y en el año 1999 acabaron fusionadas con el antiguo Banco Bilbao Vizcaya.
Si bien las circunstancias actuales no son ni mucho menos parecidas a las existentes cuando se crearon esos bancos, si que se está en una situación de alguna manera similar. Si, por citar un solo ejemplo, en aquellos años faltaban caminos entre los pueblos, y se creó el Banco de Crédito Local, la problemática mundial surgida en torno al fenómeno del cambio climático, justificaría la creación de un Banco Público de la Energía para afrontar este problema en España.
Es evidente que hace falta un esfuerzo inversor en los ámbitos de la sustitución de la energía de origen fósil por otras de fuentes renovables, del incremento de la eficiencia energética, y de la gestión del agua y de los recursos naturales. Pero en general esas inversiones no pueden competir por la financiación con otras que se centran en actividades perniciosas para el medio ambiente pero que son rentables, y que, además, están financiadas “en la sombra” por los Estados, como puede ser la minería del carbón, por ejemplo.
Y no solo es cuestión de dinero, sino también de las condiciones en las que esa financiación sería ofrecida: plazos, disposición ordenada de los fondos y figuras como los préstamos participativos entre otras. Por otra parte, se da la paradoja de que el desarrollo de las actividades citadas en el párrafo anterior, genera riqueza y empleo. Esto último es indudable si nos atenemos a la reciente experiencia española en el ámbito de la energía eólica, solar y de la biomasa.
Sería prolijo, y poco interesante en este momento, referirse al estatuto, organización y otros aspectos de ese hipotético Banco Público para la Energía, ya que son temas a abordar una vez decidida políticamente su puesta en marcha, aunque no me resisto a apuntar algunas ideas al respecto. Su estructura debería ser descentralizada a nivel de Comunidades Autónomas, para coordinarse con las Agencias de Desarrollo ya existentes en aquellas, y que de hecho ya actúan como bancos de inversión públicos. Los recursos del Banco deberían proceder del Estado directamente, o a través del Instituto de Crédito Oficial. En cuanto a los tipos adecuados de operaciones, no cabe aquí hacer una mera lista de las mismas, pero sí es oportuno recordar que el organismo público Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), atesora ya una dilatada experiencia en este sentido que no debería desaprovecharse.
En cuanto a la denominación de la nueva entidad y aunque aquí se habla de Banco, este nombre tiene que desecharse ya que es exclusivo para las entidades de crédito típicas y supondría estar sometida a los controles y exigencias del tándem Banco Central Europeo/Banco de España, que llevarían al traste al proyecto.
Por tanto y resumiendo, la creación de una entidad financiera de titularidad pública especializada en la financiación de las políticas relativas a la lucha contra el cambio climático en todos sus aspectos, es imprescindible para que esta llegue a buen fin antes de que sea demasiado tarde.