Para frenar el cambio climático la Unión Europea se ha comprometido a que en los próximos diez años sus emisiones de gases de efecto invernadero disminuyan hasta ser, al menos, un 55% inferiores que las de 1990. España sólo acepta reducirlas en un 23%, un esfuerzo claramente insuficiente e inferior al de países comparables. Cuando hablamos de cambio climático, retardar las reducciones supone que después deban ser más drásticas, porque contener el aumento de temperatura depende de la cantidad del CO2 acumulado en atmósfera y océanos.
Las implicaciones de una reducción fuerte de las emisiones en una sociedad como la nuestra sin duda van a ser grandes. Han de planificarse para evitar problemas, como por ejemplo el desempleo en determinados sectores. Vale la pena revisar el efecto sobre el consumo de energía de las medidas de aislamiento social y cese de actividad obligadas por la pandemia mundial. Si se equipara esta situación inédita a un ahorro forzoso, hasta cierto punto puede servir como ilustración del potencial de la disminución del consumo en la reducción de emisiones.
En el conjunto del globo, la bajada en energía primaria en 2020 fue del 4,5%. En correspondencia, las emisiones de todo el año han bajado un 6,3% respecto al anterior. Para valorar la magnitud de las cifras recordemos que una década antes, en 2009 la caída de emisiones por la debacle inmobiliaria y financiera fue del 1,3% respecto al año anterior (entonces Asia no sintió la crisis). El COVID ha conseguido el mayor descenso de emisiones desde la Segunda Guerra Mundial.
En España el consumo de petróleo disminuyó un 18,5%, (un retroceso a niveles de 1993) y en consecuencia las emisiones del transporte también lo hicieron en un 11% respecto del año anterior. Influyó la reducción del uso de la carretera (17,5%), y por supuesto de la aviación. Pero el cambio de más alcance fue en la electricidad. Según REE la demanda eléctrica en todo 2020 fue un 5,5 % inferior a la del año anterior (no en el sector residencial, donde se incrementó hasta un 10% en la primavera del encierro total). Sin embargo la disminución de emisiones del sector fue desproporcionadamente mayor, un descenso del 22,4% de las emisiones de CO2 eq, unos 2 millones de toneladas, el mínimo histórico de emisiones del sector. La razón de tal cambio está en una menor generación con carbón y con gas (bajó un 20% su contribución) y un aumento de la producción eólica, hidráulica y solar. Se llegó a un 45% de electricidad renovable.
Sistema eléctrico en España. 2019
En 2020 las emisiones de España se redujeron en un 17,4% respecto al año anterior, y llegaron incluso a situarse por debajo de las de 1990, año de referencia en los acuerdos internacionales del clima. Una victoria efímera lograda por unas circunstancias excepcionales que nadie puede desear que se repitan, y con gran impacto en el tejido social más débil, entre otros motivos, por la pérdida de empleos.
Los datos apuntan a que las reducciones de gases de efecto invernadero han sido más altas en los países que cuentan con una mayor contribución de electricidad renovable. Sin ella, para lograr la misma reducción de emisiones, el consumo tendría que haber disminuido mucho más. Puede concluirse que el descenso de la demanda energética (incluso un desplome) por sí solo resulta insuficiente, se necesita también un cambio a fuentes descarbonizadas. “Ahorro y eficiencia más renovables” sigue siendo la clave para frenar el cambio climático.
En la presente década la energía eólica y la solar fotovoltaica son las tecnologías llamadas a satisfacer una parte importante de la demanda eléctrica, porque ofrecen una rentabilidad que atrae a los inversores, los grandes y los pequeños. Su despliegue debe y puede hacerse bajo una exigencia de reducción de impactos y para ello la política más eficaz es la preventiva, es decir planificación desde las administraciones. Una planificación que tenga en cuenta la protección territorial y de la biodiversidad, así como el desarrollo industrial autóctono y la generación de empleo local. Es una labor que ha de exigirse a las autoridades ambientales, como también la de hacer buenas evaluaciones de impacto ambiental y la vigilancia del cumplimiento de las decisiones que se tomen.
El autoconsumo fotovoltaico sobre tejados o cubiertas suele señalarse como el modelo de despliegue renovable para evitar las grandes instalaciones sobre suelo. El problema es que los datos disponibles hoy por hoy no respaldan esa idea. A falta de una Estrategia Nacional de Autoconsumo (en elaboración por el IDAE), varias organizaciones han presentado estimaciones o propuestas para esta próxima década:
– La Fundación Renovables propone una cobertura con autoconsumo del 10% de la demanda de energía final del país en 2030. Interpretando que sea un porcentaje sobre el consumo de energía final que figura en el PNIEC para ese año, se trataría de 7,6 millones de toneladas equivalente de petróleo (tep), que equivalen a 45 TWh (un 64% del objetivo del PNIEC con fotovoltaica).
– El Observatorio Crítico de la Energía plantea que el autoconsumo en los edificios de viviendas del país puede proporcionar una cobertura de alrededor del 30% del consumo eléctrico de los hogares. Interpretándose con datos de consumo eléctrico residencial en 2018, del IDAE, se trataría de 1.953 Ktep, equivalentes a 11,4 TWh (un 16% del objetivo del PNIEC con fotovoltaica).
– UNEF hizo una estimación inicial de instalación (antes del COVID 19) del orden de 0,6 GW al año. En 2030 la potencia fotovoltaica acumulada sobre tejado podría alcanzar los 8-10 GW. Muy lejos de los 39 GW que propone el insuficiente plan del gobierno para frenar el cambio climático.
– El Observatorio de la Sostenibilidad: 26 GW de potencia instalable en autoconsumo para 2030, con una energía producible de 39 TWh. (un 55% del objetivo del PNIEC con fotovoltaica). Y una inversión de 32.167 millones de euros.
Estos trabajos aportan cifras bastante diferentes, entre un 64% y un 16% del objetivo del PNIEC con fotovoltaica, y el único informe que entra en la cuestión de inversiones estima una cuantía muy alta. Desde luego, la cuestión de la financiación del autoconsumo es crítica, porque depender solo de la capacidad de ahorro de la población para desplegarlo lo haría demasiado lento. Pero ¿quién proporcionará la financiación en la escala necesaria? ¿basta con el balance neto? ¿debe realizarse a cargo de un estado en precariedad de fondos por los múltiples frentes que abrió la pandemia? Aunque el autoconsumo FV debe desarrollarse en la máxima extensión, con la información disponible no se puede confiar en que pueda por sí solo evitar la necesidad de nuevas instalaciones fotovoltaicas sobre suelo.
En cualquier caso, el sistema eléctrico necesita capacidad de generación de un tamaño suficiente para dar estabilidad tanto en potencia como en frecuencia de red. No puede conseguirse solo con la gestión de muchas instalaciones pequeñas. Tampoco olvidemos que hay un plan de cierre de nucleares en 15 años, y comienza en 2027. Aunque la patronal eléctrica amenaza últimamente con adelantar el cierre. Para desplazar a las centrales de gas y dar carpetazo a la nuclear, hará falta una combinación planificada de tecnologías renovables como potencia de respaldo. En particular aquellas que aporten capacidad de almacenamiento, como la hidráulica con bombeo, la solar termoeléctrica con almacenamiento en sales fundidas, la biomasa eléctrica adecuadamente dimensionada, biogás, etc.
Ciertamente hay cuestiones importantes por resolver: qué agentes económicos desarrollarán el despliegue y lo explotarán, la situación de las instalaciones, el control de este nuevo sistema energético, o si habrá suficientes materias primas. Pero no parece que dispongamos de mucho tiempo para evaluar todas estas cuestiones antes de que el cambio climático induzca crisis económicas mucho peores que las que hemos vivido, degrade más profundamente el medio natural y se escape la posibilidad de frenarlo. A estas alturas no pueden ignorarse en la toma de decisiones sobre instalaciones renovables, la evolución del territorio y sus ecosistemas con el cambio climático que ya está en marcha. Por eso mismo resulta difícil asumir el rechazo a las instalaciones con argumentos de impacto de tipo genérico y no justificados específicamente. Por ejemplo, que afectará a la biodiversidad, y como medida preventiva ha de detenerse el despliegue.
Las proyecciones de los impactos del cambio climático en el Estado español son muy preocupantes. La publicación del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico ‘Impactos y riesgos derivados del cambio climático en España’, de 2020, informa de los escenarios probables, con aumentos en la escala anual de las temperaturas máximas de entre 2 y 6,4°C. Con incremento de los días cálidos y de las olas de calor más largas.
Las precipitaciones también tenderán a reducirse en las últimas décadas del siglo. Se esperan cambios en la velocidad del viento y el incremento de los fenómenos extremos. En los recursos hídricos, un aumento generalizado en la intensidad y magnitud de las sequías meteorológicas e hidrológicas. Estos cambios se traducen en una reducción de la aportación hídrica a los ríos.
Se prevé una creciente aridez del suelo y un aumento de la desertificación. Además, España es uno de los tres países de la Unión Europea con mayor riesgo de incendios, y puede verse incrementado. En 2012, el peor de los últimos años, ardieron 206.900 hectáreas.
Los ecosistemas terrestres se verán afectados de diversas formas. En las especies forestales se han observado ya cambios que pueden llevar a modificaciones de comportamiento en las especies migratorias. Muchas aves ya están adelantado su llegada a la Península, o en especies locales, determinados insectos están adelantando la emergencia de los adultos. Algunas especies forestales se están viendo afectadas con incrementos en la defoliación y aumento de las tasas de mortalidad.
Los ecosistemas de montaña pueden presentar una alta vulnerabilidad, así como especies de reptiles y anfibios. Es decir, especies viviendo en ecosistemas “islas”, donde no pueden migrar, o viviendo en los márgenes de sus áreas de distribución, donde pequeños cambios climáticos pueden generar grandes impactos en su salud y capacidad de supervivencia.
Los principales impactos en la agricultura son los asociados al desplazamiento de las estaciones, el aumento del estrés hídrico, los daños por calor y por eventos extremos. Se espera un descenso en la producción tanto de cultivos herbáceos como leñosos, siendo mayor en los cultivos de secano. Para los cultivos de regadío dependerá de los requerimientos de cada tipo de cultivo y de la disponibilidad de dichos recursos en cada región. Ya hay evidencias constatadas en algunas especies frutales de hueso y en los cítricos. Los viticultores han constatado un adelanto de la fecha de maduración de la uva, con efectos en la calidad de las cosechas. Se esperan afecciones a la distribución de patógenos y de enfermedades zoonóticas. Los cambios en los polinizadores también pueden ser muy relevantes, incluyendo impactos en el sector apícola.
En el medio marino, los impactos vienen fundamentalmente del aumento de temperatura, la acidificación y la pérdida de oxígeno. Se observan cambios en la distribución y abundancia de especies de flora y fauna marina, establecimiento de especies invasoras y disminución del potencial pesquero y acuícola. Cada vez más evidencia de especies que cambian sus rangos de distribución, abundancia, presencia y migraciones.
En definitiva, la riqueza de la flora y la fauna de la península Ibérica que conocemos hoy se transformará a lo largo de esta década hacia sistemas ecológicos empobrecidos y más vulnerables, por efecto del cambio climático en curso. La esperanza de conservación está en la protección medioambiental, pero también en la reducción de emisiones para frenar su intensidad. Y a medio plazo esa es la única opción efectiva.
Los impactos del cambio climático son mucho más amplios que los aquí mencionados y tienen consecuencias también para la energía. La hidroeléctrica es la que puede verse más afectada por la menor disponibilidad de agua, pero también las térmicas (de carbón, gas y nucleares), y una meteorología más extrema perjudicará a las infraestructuras energéticas, especialmente las situadas en las zonas costeras, con riesgos añadidos sobre el sistema energético. Una mayor presencia de energías renovables aumenta la resiliencia del sistema, al reducir los niveles de dependencia energética, y es una medida de adaptación, ya que se reducen los efectos negativos relacionados con el consumo intensivo de agua por parte de las centrales térmicas.
Aunque las nuevas instalaciones renovables también puedan generar impactos indirectos, ya que competirán con otros usos del suelo por requerir una ocupación de territorio mayor que las centrales convencionales, el retraso en el despliegue de renovables implica aumento de emisiones de la generación eléctrica con gas y convivencia con el riesgo nuclear. La emergencia climática es un condicionante esencial en la política de despliegue de las energías renovables hasta 2030. Si el cambio climático no fuera una realidad, seguiríamos teniendo muchos problemas, por ejemplo con la contaminación y el abuso empresarial, pero dispondríamos de tiempo para presionar por una transición sin oligopolio y mejor controlada. El proceso podría esperar a que las diferentes administraciones hiciesen una planificación del despliegue renovable. Con la emergencia climática la situación es muy distinta. El cambio de fuentes energéticas no puede esperar.