El sector del autoconsumo está en alerta y también quienes impulsamos y creemos en una transición energética con, y para, las personas. El panorama no es para menos.
Mientras el autoconsumo solar individual supera el duro frenazo coyuntural en su exponencial despliegue (esperemos que con alguna reforma de formación de precios en el mercado eléctrico y una política de incentivos con enfoque de justicia social), otras dos alarmas de mayor impacto deberían preocuparnos y resolverse urgentemente pues, de no hacerlo, condenaríamos la misma transición energética al fracaso. Ambas alarmas conviven y comparten barreras y soluciones. Me refiero al autoconsumo colectivo y a las comunidades energéticas.
Por un lado, el autoconsumo solar colectivo, ese derecho con el que el 70,8% de la población de España (que no posee una casa unifamiliar, servicios o industrias) podría compartir el sol con sus vecinos, sigue bloqueado sistemáticamente por las grandes eléctricas. A no ser que lo instalen ellas, claro. Mientras tanto, las vemos orquestar lágrimas ante Gobierno, regulador y sociedad, erigiéndose víctimas de una supuesta
falta de regulación…
Por otro lado, las comunidades energéticas, esa nueva figura legal, fascinante por su potencial transformador y de conexión con los movimientos de base comunitaria, y que está llamada a ser la pieza clave protagonista de la transición energética, sufre dos calvarios, muy convenientes para los mismos grandes grupos energéticos: necesita habitualmente del autoconsumo colectivo como llave de entrada y su transposición, tras la directiva europea de 2018–2019, sigue incompleta.
En consecuencia, con la llave bloqueada y sin desarrollo jurídico favorable, el nuevo terreno de juego reservado por las directivas europeas, precisamente para la conquista social, ha sido colonizado por el jugador más aventajado y poderoso, las corporaciones energéticas y sus filiales, que, lejos de aportar empoderamiento ciudadano y beneficios sociales, ambientales y económicos colectivos (es decir valor social y reequilibrio territorial), vuelven a perpetuar su beneficio empresarial, mientras pervierten el significado de transición participada que dictó Europa, maquillado todo por acuerdos institucionales y disfraces. Social washing en toda regla.
Con este panorama, y teniendo en cuenta que nos vienen las nuevas directivas europeas
aprobadas de renovables, eficiencia, rehabilitación o mercado eléctrico, que otorgan mayor protagonismo a las comunidades energéticas, cabe preguntarse: ¿puede un país permitirse que la transición energética quede bloqueada por el control, sin escrúpulos, de grupos energéticos dominantes? ¿Permitirá el Gobierno que nos vuelvan a tomar el pelo con otro secuestro al Sol y a nuestros derechos? ¿Será otra oportunidad perdida para dar el salto de escala que necesitamos, poniendo coto al imperio del oligopolio contaminante y extender, por fin, la alfombra roja al ciudadano como centro del sistema?
Debería, pues así rezan las directivas europeas (y curiosamente hasta nuestro preámbulo de borrador RD de comunidades energéticas de mayo del 2023).
Sabemos que la tarea es compleja. Y sin perder la perspectiva de lo avanzado desde la caída del impuesto al Sol, pero tampoco la del vergonzoso retraso como país superdotado para ser ya 100% renovable, urge que Gobierno y regulador intervengan ya para que lo que dictó Europa se materialice y cumpla.
Si las directivas europeas se hacen para acelerar la transición energética democratizada
hacia la descarbonización y electrificación, necesitamos que el Gobierno se lo crea y dé el paso definitivo: desarrollar el marco y detalle jurídico favorable con decisión y rapidez.
Son muchas las propuestas que, desde las organizaciones de la sociedad civil e innovación colectiva, podemos y queremos compartir. Es hora de romper el molde, pensar a lo grande y devolver a la energía comunitaria, urgentemente, su oportunidad de conquista social.