Cuando hablas de cuestiones de tamaño, enseguida el chascarrillo popular se hace notar y miradas maliciosas sugieren que tu discurso va a ir por derroteros de escasa seriedad. Quizás resulte chocante, desde una perspectiva jurídica, el iniciar estas líneas con mensajes aparentemente socarrones, pero no buscan más que llamar la atención con carácter previo de una nueva perversión extraordinaria en el sector energético donde, por desgracia: “el tamaño sí importa”.
Siempre se ha hablado de que en la generación eléctrica existían históricamente terribles barreras a la libre competencia, pues casi nadie podía levantarse una mañana y decidir montar una central nuclear, o un ciclo combinado, o una central hidroeléctrica -no hay más ríos que embalsar-, o ni siquiera un parque eólico, pues como parece evidente, los desembolsos económicos a los que hay que hacer frente hacían inalcanzable al común de los mortales dar el paso a competir en ese sector.
En esas, en el mundo de la generación surge un cataclismo y aparece la fotovoltaica. Aparentemente, el problema de la competencia quedaba resuelto pues, hasta el último mindundi podía ponerse a producir kilowatios orgulloso de su hazaña. Es sabido que aquellos valientes miserables, consiguieron ser un ejército, que ante su nutrida proliferación, asustaron a los dueños de la cosa que dieron la voz de alarma para ponerle freno a semejante afrenta al status quo mamandurril.
Así, retroactividad en ristre, empujaron a sus mamporreros a que destrozaran una y otra vez a aquéllos ínfimos generadores que habían osado poner pie en la isla maldita. Todas las actuaciones que hemos vivido en los últimos años contra los productores fotovoltaicos han sido tan salvajes, que hay algunas de inmenso calado, que sin embargo casi pasan desapercibidas en este océano de mierda (con perdón).
Por arte de birle birloque, el inefable RD 413/2014 inaugura una secuencia de obligaciones de difícil concreción que puede acabar con el pellejo de muchos pequeños productores en el cubo de la basura. Por el mero hecho de la publicación en el BOE de aquella norma y su prima hermana la infinita Orden IET/1045/2014 de parámetros, todo españolito tiene la obligación de conocer sus 2.000 páginas. Así, incluso el ganadero de Fresnedillo del Campo que tiene 10 kW en la huerta de su casa, tiene que saber distinguir si su código de instalación identifica realmente una planta agrupada a la del vecino o no, el funcionario de prisiones de Tudela con su instalación de 20 kW tiene que mirar en internet qué es eso de una coordenada UTM, el peluquero de Jumilla con su planta de 25 kW, tiene que preguntarle al banco si aquél interés bonificado que hace 8 años le dieron para asumir su crédito es una subvención o no, o incluso, el abuelete de Tordesillas que un día se ilusionó con una inversión para dejar a sus hijos, ahora tiene que llamarlos para decirles si le pueden hacer nosequecosas por internet, que lo de presentar un escrito por registro, parece ser que está prohibido.
Al margen de la casuística y yendo directamente al problema jurídico, nos encontramos con el problema más grave que existe en España con la energía fotovoltaica, y al que parece nadie quiere atacar: no es posible utilizar los parámetros de actuación de los grandes operadores energéticos con los microproductores, pues son figuras diametralmente diferentes. El igualar la aplicación de los criterios de actuación con ambos, provoca a todas luces fisuras de competencia, pues jamás van a estar en pie de igualdad.
Si no se resuelve este problema, nada funcionará: el autoconsumo será inalcanzable o peligrosamente accesible, pues atrapará en marañas normativas y sanciones espantosas a pequeños incautos; la generación distribuida, el ahorro y la eficiencia energética serán una quimera que no irá más allá del papel en el que se escriba, con letras tan enrevesadas que los ciudadanos no alcanzarán su conocimiento; los Tribunales una y otra vez resolverán sus causas con piezas de puzzle cuadradas y enormes cuando los agujeros serán pequeñitos y redondeados; y lo que es más importante, la distancia entre los ciudadanos mundanos y los entes que los dirigen será tan enorme, que verdaderamente dará miedo las consecuencias de lo que suceda.
En resumen, como adelantaba al principio, el tamaño sí importa. A mí me importa, y espero que en algún momento alguien más lo acabe comprendiendo