Colapso ha sido una de las palabras de moda en la prensa durante el verano. Los efectos del colapso derivado de la emergencia climática han comenzado a sentirse en nuestras vidas y en el planeta. Efectos que se venían anunciando para el futuro se han comenzado a concretar este verano. Temperaturas récords, sequías prolongadas, incendios agravados por el calentamiento climático, escasez de agua… A lo que hay que añadir los altos precios del gas, que a su vez motivan altos precios de la electricidad y la amenaza de escasez por las consecuencias de la agresión rusa a Ucrania.
Pero aparte de estos efectos reales, se ha agitado otra discusión teórica sobre el término. Los partidarios de las teorías colapsistas defienden que ya es tarde para actuar y que el colapso del mundo tal como lo entendemos es ya inevitable. Lo curioso es que los partidarios de esta teoría, en contra de lo que parecería racional –que fueran partidarios de implementar la mayor cantidad posible de medidas para revertir esta situación–rechazan en general las plantas renovables en suelo. En una pirueta ideológica difícilmente superable.
Las recientes distopías no han sido suficientes para que nos demos cuenta de la gravedad de la situación. Estamos afrontando al mismo tiempo dos guerras, una ambiental y otra más convencional contra el afán expansionista de Putin. En esta segunda, la utilización de la energía está teniendo más importancia que las bombas.
Pasados los primeros días de titulares llamativos volvemos a nuestra rutina, como si fuéramos la banda de música del Titanic, y nos escandalizamos si no podemos poner el aire acondicionado a temperaturas invernales, o si por la noche los escaparates de las tiendas no están bien iluminados, como si en ello estuvieran en juego nuestros derechos fundamentales.
Derrochar energía es un lujo que paga el planeta, que ya no podemos permitirnos más. Los que se oponen a las plantas en suelo no cuentan que el coste de oportunidad es seguir consumiendo combustibles fósiles, perpetuando una energía cara y dependiente de los países productores, entre ellos Rusia. Los tanques rusos no hacen un estudio de impacto ambiental cada vez que avanzan. Y que nadie se confunda, no estoy diciendo que las plantas en suelo se tengan que hacer sin estudio de impacto ambiental. Todo lo contrario, creo que es imprescindible un buen estudio completo y de calidad para dar garantías a la sociedad y despejar las críticas demagógicas de los neonegacionistas. Pero sí estoy en contra de las descalificaciones generalistas sin ningún tipo de respaldo científico.
Vivimos un momento en el que más que nunca es necesario acelerar el proceso de transición ecológica. Hay inercias y cuellos de botella, sobre todo administrativos que lo dificultan, pero no podemos unirles nuevas barreras por la desinformación, el oportunismo político o personal, o intereses económicos competitivos ocultos tras un supuesto respeto al paisaje.
Es urgente racionalizar las tramitaciones administrativas, sin que implique hacerlas más laxas. El refuerzo humano en calidad y cantidad para los servicios de la administración, tanto a nivel autonómico como estatal, el poder avanzar tramitaciones en paralelo, el cumplimiento de la legalidad, es decir, que los órganos sustantivos cumplan los plazos marcados en la Ley, el establecimiento de un registro… son medidas que pueden acortar los tiempos de promoción. Y no olvidemos que un año ganado en burocracia es un año reduciendo combustibles fósiles y disfrutando de una energía barata.
Pero lo que necesitamos, sobre todo, es un ejercicio de responsabilidad por parte de todos los actores: políticos, ONGs, ecologistas, agentes sociales. Ha habido manifestaciones en todo el mundo contra la pasividad de los gobiernos ante el cambio climático; la coherencia debería hacer que esas mismas personas e instituciones solicitaran que, con las medidas de garantía adecuadas, se acelere el proceso de transición ecológica. Es un ejercicio de responsabilidad y coherencia.