Cuando a finales del siglo XIX la armada británica cambió el carbón que movía sus naves de guerra por petróleo, una parte importante de los movimientos políticos y de los conflictos que se han producido se han orientado hacia el control de las zonas geográficas productoras de estos combustibles.
La transición energética va a cambiar la relevancia geoestratégica de estos territorios y la posición de sumisión que tienen los países consumidores con respecto a algunos productores. En estos días, estamos viendo cómo en la triste guerra de Ucrania el comportamiento de los países europeos se ve mediatizado por la dependencia del gas ruso.
Una de las muchas ventajas que tienen las renovables es que aprovechan un recurso endógeno, como el sol o el viento, que no tiene que ser importado. Todos los países tienen uno u otro, o ambos. Así que lo que se vuelve clave es el control de la tecnología.
Las estrategias tecnopolíticas van a sustituir a las estrategias geopolíticas.
Hasta el COVID, vivíamos en un mundo globalizado “ricardiano”, en el que se producía aquello en lo que se tenía ventaja competitiva, para aprovechar los mejores precios. Esta situación produjo una concentración de plantas industriales en determinadas zonas del Globo y una desindustrialización de la Unión Europea. Del COVID hemos aprendido una valiosa enseñanza: nuestra vulnerabilidad en circunstancias de emergencia de una economía tan globalizada.
Esto es de especial importancia en energía. Igual que hablamos de “reserva estratégica de combustibles fósiles” tendríamos que comenzar a hablar de “reserva estratégica de componentes tecnológicos”. Fomentar, sin caer en políticas autárquicas que generarían ineficiencias, una cierta capacidad de fabricación nacional de toda la cadena de valor.
En fotovoltaica, nuestra tecnología está sólidamente posicionada en electrónica de potencia, seguidores, estructuras e ingenierías, en los que contamos con alguna de las empresas líderes a nivel mundial. Solo el año pasado nuestro sector exportó por valor de más de 2.400 millones de euros.
Tenemos una asignatura pendiente: la fabricación a gran escala de módulos. A pesar de ser un país pionero (a principios de los noventa fabricábamos el 50% de la producción mundial), es verdad que entonces el mercado global era de tan solo unos pocos megavatios. Desde entonces, hemos pasado de contar con empresas vanguardistas a una capacidad de fabricación testimonial. La discontinuidad del mercado nacional, la competencia asiática y algunos errores de gestión nos han conducido a esta situación.
Pero ahora podríamos revertir esta tendencia. La tecnología fotovoltaica es relativamente simple y la mano de obra ya no es un factor de competitividad, ya que los procesos están altamente robotizados.
Tenemos un mercado nacional estable y potente con más de 4 gigavatios instalados el año pasado y al que da tranquilidad el PNIEC y la voluntad del Gobierno. Solo presenta dos sombras: la lentitud de los procesos administrativos, motivada en parte por la gran cantidad de proyectos, y los movimientos neonegacionistas, si bien ni siquiera estos parecen cuestionar la senda marcada por el PNIEC; Plan que, por otro lado, pronto debería ser revisado al alza.
Los Fondos de Recuperación pueden contribuir al desarrollo de una industria nacional de fabricación de módulos, pero hay que construirla desde la mayor solidez y garantizar su competitividad futura mediante economías de escala y una capacidad de fabricación del entorno de los 3 gigavatios, además de una apuesta por el I+D que garantice su actualización continua. Este esfuerzo debe ser la base para el desarrollo de toda una cadena de valor competitiva.
Tenemos base industrial, mercado, capacidad de financiación y buenos tecnólogos. No se puede desperdiciar la ocasión. La soberanía energética, la calidad de vida de la ciudadanía, y, en definitiva, la soberanía nacional, están en juego. Vale la pena intentarlo.