Tengo la impresión de que cada verano leemos nuevas noticias sobre el cambio climático en los diarios digitales y no puedo resistirme a revisar los comentarios de los lectores que se posicionan a favor o en contra de la responsabilidad del hombre sobre este fenómeno. Cabe destacar que esto es en sí un gran avance, porque hemos pasado de negar el cambio a negar la responsabilidad del hombre, como si la falta de responsabilidad nos eximiera de actuar para mitigar sus efectos. Nuestra misión, imposible para muchos, es la de salvar al planeta de la destrucción, pero para la tranquilidad de los más pesimistas, tengo que darles la razón. Olvidémonos de tan difícil reto porque el planeta se salvará a sí mismo. Nuestra misión real es la de salvarnos a nosotros mismos de la extinción.
Creo que nos enfrentamos a dos problemas simultáneos. El aumento de temperatura del planeta que se da a una velocidad mayor de la que las especies que lo habitamos tenemos para adaptarnos al cambio, sea o no provocado por nosotros. Y otro llamado escasez de recursos, agravado por el primero. Y es que nuestra generación consume más recursos naturales, o capital ecológico, que los que el planeta es capaz de regenerar a escala humana.
Parece razonable pensar que la globalización es un contribuyente relevante a la aceleración de estos dos problemas, que los avances tecnológicos, que nos han proporcionado un bienestar nunca antes conocido por el hombre, han facilitado el fenómeno global. Pero no es menos cierto que la capacidad del ser humano para desarrollar tecnología será fundamental para reducir los efectos del cambio climático.
Un ejemplo claro está en el desarrollo de las tecnologías renovables que hoy son imbatibles en costes de generación por MWh.
A menudo mezclamos problemas como la contaminación de los mares o del aire con el problema climático de una forma demasiado directa, dando lugar a confusiones sobre las soluciones a aplicar a cada problema. Desconozco si es falta de información o una confusión intencionada por parte de algunos medios, pero consigue que los árboles no nos dejen ver el bosque.
Ni siquiera son aplicables las mismas fórmulas y soluciones a todas las economías, pues la intensidad energética de un ciudadano europeo o estadounidense poco tiene que ver con la de un africano. Esto no quiere decir que para que los países menos desarrollados crezcan, debamos permitirles cometer los mismos errores medioambientales que cometimos en Occidente, dado que esto agrava el problema de forma local y global.
También debemos desterrar, y no me cansaré de decirlo, la idea de que la mejora del medio ambiente debe realizarse de manera altruista y renunciando al retorno económico. Durante más de 100 años, la mayoría de las industrias han externalizado sus costes medioambientales y sus beneficios han sido por tanto mayores. La nueva economía verde no debe renunciar al beneficio económico, pero sí debe repensar conceptos como el dividendo que se reparte entre accionistas y sociedad, derivado del hecho de que los beneficios no son solo económicos sino ecológicos.
Me atrevo a inventar la palabra “econoambiental” que debería definir que los problemas medioambientales lo son también económicos pues se definen como costes que deberíamos incluir en la contabilidad nacional de cada país para medir correctamente el crecimiento que no tiene hoy en cuenta el consumo de recursos naturales ni el daño medioambiental. Políticamente debe ser neutral, o figurar en las cabezas de los políticos de todo el arco ideológico.
En el mes de noviembre de 1989, un día antes de la caída del muro de Berlín, una persona que pasó a la Historia por su capacidad de liderazgo y su visión, advirtió en un discurso en la sede de Naciones Unidas, que el mayor reto al que se enfrentaba la Humanidad no era otro que el Cambio Climático, con mayúsculas. Algunos la apodaron La Dama de Hierro e imagino que ya han deducido que se trataba de Margaret Thatcher.