El filósofo George Santayana, cuyo nombre real era Jorge Ruiz de Santayana, hijo de españoles y de formación bostoniana, afirmaba en su obra ‘La vida de la razón. Las fases del progreso humano’ que aquellos que olvidan su pasado, están condenados a repetirlo.
En enero de 2009, la rusa Gazprom y la ucraniana Naftgas se acusaron mutuamente de cortar el suministro de gas a Europa. El conflicto se arrastraba desde 2006 y si bien es complejo afirmar que la historia se repite, podemos estar de acuerdo en que tanto entonces como ahora, el gas ruso condiciona las políticas exteriores de la Unión Europea. En aquella ocasión, un duro invierno castigó al viejo continente y varios países quedaron literalmente congelados por falta de abastecimiento de gas. Hoy vivimos una situación parecida, agravada por la guerra que Putin venía anunciando desde hace meses y que los ingenuos tomaron como un farol. Supongo que habrán descubierto que el ruso no juega sin cartas. Otro aprendizaje más.
Por recordar, conviene enumerar las razones por las que Europa se encamina hacia el dominio de las energías renovables. En el haber de las energías limpias hay mucho más que reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, que de por sí es un objetivo imprescindible dada la situación climática y de contaminación ambiental de nuestras ciudades.
Nuestra dependencia energética es como estamos viendo en la invasión de Ucrania, una debilidad provocada por la propia Europa, que financia a sus agresores a través de la compra de gas ruso.
De la misma manera, hemos agravado la crisis climática externalizando la fabricación de todo aquello que consumimos hacia países sin conciencia medioambiental. Se ha generado riqueza allí donde no existía, pero a costa de esquilmar el capital natural.
Reducir los costes de fabricación, parecía fácil solución para mantener nuestro estado del bienestar, pero no éramos conscientes de que en el “debe” estábamos agravando un problema cuyo coste era necesario externalizar para alcanzar la competitividad. Producir energía barata y soportar costes laborales inferiores eran las claves, pero actualmente lo primero es posible en Europa gracias a las renovables y lo segundo es inaceptable desde los principios del progreso que debemos sostener.
Por tanto, la transición es una oportunidad para fortalecer la posición de Europa en el tablero geopolítico mediante la reindustrialización y la reducción de la dependencia energética exterior. Supone así mismo una oportunidad para establecer una fiscalidad adecuada a los retos climáticos a los que nos enfrentamos, siguiendo el principio de “Quien contamina, paga” y para medir de forma diferente la riqueza de los países.
Lógicamente, cuando nos proponemos unos cambios tan radicales en nuestro modelo productivo, debemos conjugar el crecimiento económico al que no queremos renunciar con la paciencia y la visión panorámica que requiere el nuevo escenario.
Lo positivo es que los mercados financieros y la inversión privada están alineados en esta dirección y dispuestos a hacer su contribución. La regulación de los sistemas eléctricos europeos, cada vez más integrados, debe evolucionar para adaptarse al ritmo de las mejoras tecnológicas como el almacenamiento o la implantación del vehículo eléctrico.
Se darán incongruencias, habrá que entender que combustibles como el gas o tecnologías como la nuclear deberán aportar –mientras sea necesario y económica y medioambientalmente sostenible– su contribución en la consecución de los objetivos a 2050. Por el camino flaquearemos en algún momento, encontraremos nuevos obstáculos y probablemente debamos rectificar alguna decisión, pero el objetivo debe seguir siendo ambicioso y claro hacia la descarbonización. La actitud desafiante de Rusia hacia la UE y la OTAN quizás acelere nuestra transición desde la tierna infancia a la madurez que exige asumir que las amenazas a las que nos enfrentamos son reales. Solo así podremos recordar nuestro pasado para no repetirlo.