Es necesaria una perspectiva histórica para entenderlo. El sector energético lleva cincuenta años viviendo sucesivos ciclos de inversión-deuda-sobrecapacidad-déficit y rescate final por los consumidores. Primero fue la moratoria nuclear, aprobada por Felipe González en 1984, debida a la deuda generada por la inversión en nuevas nucleares innecesarias. El ministro Juan Manuel Eguiagaray la calificó de faraónica y delirante, y costó a los consumidores 4.383 millones de euros.
En 1998 el Gobierno de José María Aznar compensó a las eléctricas los costes de transición a la competencia (CTC) para cumplir las directivas europeas y los consumidores pagaron 8.663 millones, de los que 3.400 se cobraron de más. En 2002 Rodrigo Rato creó la fórmula contable del déficit de tarifa para abonar a las eléctricas la diferencia entre sus costes reconocidos y las subidas de la luz con el aval del Estado, que el Gobierno de Rodríguez Zapatero convirtió en deuda pública en 2009 (FADE). Los consumidores están pagando 28.000 millones de euros sin auditoría que lo justifique. La Ley 24/2013, del sector eléctrico, estableció el mecanismo actual por el que todos los déficits del sistema se cargan al recibo de la luz.
Ante la ruina económica de las nucleares, la depreciación de las infraestructuras gasistas por sobrecapacidad y falta de demanda, la desaparición del carbón, la depreciación de los activos petroleros y la reducción de beneficios, el sector energético convencional se ve obligado a sustituir los viejos activos por nuevos activos a través de inversiones y operaciones corporativas para hacerse con activos renovables, dar valor a la marca, generar ingresos y rentabilidad al dividendo comprometido con sus accionistas extranjeros.
Los mismos que hace diez años renegaban de las renovables por inmaduras, caras y causantes de todos sus problemas, se entregan hoy a ellas para producir hidrógeno verde con renovables, una tecnología aún cara e inmadura. Como en los ciclos anteriores, sus nuevas inversiones necesitan el apoyo del Gobierno, de la regulación y de los fondos europeos. No es que se hayan convertido a la causa verde, es el mismo capitalismo concesional de los ciclos anteriores que se repite por cuarta vez. Si sale bien, el sector energético seguirá con el dividendo más alto de Europa, y si sale mal, los consumidores pagarán sus deudas.
Los actores son los mismos, ahora con las petroleras reconvertidas en eléctricas; pero también se repiten los errores. Sin estudio de demanda se camina hacia una nueva sobrecapacidad, como ocurrió con las infraestructuras gasistas, sin justificar su viabilidad económica. El último informe “NEO-2020” de Bloomberg NEF analiza cómo el hidrógeno verde necesario para mantener la temperatura del planeta por debajo de 2ºC requeriría un sistema 6 a 8 veces más grande que el actual en capacidad total, un tercio de la cual se destinaría a producción de hidrógeno. Que el hidrógeno verde suministre una cuarta parte de la energía final requeriría un 38% más de energía de la que hoy se produce en el mundo. Hacerlo con eólica y fotovoltaica ocuparía 3,5 millones de kilómetros cuadrados, equivalentes al tamaño de la India, e inversiones entre 78 y 130 billones de dólares para la producción, almacenamiento y transporte de hidrógeno hasta 2050.
El Bank of América ha advertido que para que el hidrógeno verde sea competitivo aún deberá reducir sus costes un 85% y Wood Mackenzie aleja esa posibilidad hasta después de 2030. Esa inmadurez es la que lleva a la Estrategia Europea de Hidrógeno a prever inversiones de 18.000 millones de euros en hidrógeno azul, producido con gas fósil, porque el hidrógeno verde aún tiene costes más altos de los asumibles. IHS Markit propone desarrollar en paralelo el hidrógeno azul y verde porque éste no será competitivo hasta después de 2030. El sector gasista, amenazado de muerte por las baterías de almacenamiento, ha confirmado que el hidrógeno azul seguirá siendo calve porque el hidrógeno verde aún es demasiado caro y las petroleras han propuesto introducir el concepto de “hidrógeno de baja huella de carbono” para incluir el producido con gas fósil.
Igual que en 2015 se creó la fantasía de convertir a España en proveedor de gas argelino a Europa como una ventaja para la seguridad nacional, ahora los mismos actores proponen repetir la fantasía de convertir a España en exportador de hidrógeno a Europa. Se ocultan los problemas y déficits que provocarán la sobrecapacidad, los sobrecostes, las infraestructuras de transporte y distribución y las interconexiones, después que Bruselas haya retirado las interconexiones gasistas con Francia de los proyectos de interés común por falta de mercado y ahora exija para autorizar nuevas interconexiones que se demuestre que los beneficios superan los costes. Tampoco se tiene en cuenta que las infraestructuras gasistas no son compatibles para transportar hidrógeno verde si no se mezcla con gas fósil.
Se han relegado otras alternativas más maduras que encajan con la naturaleza y plazos del Next Generation UE, como el cambio hacia la electrificación inteligente de la demanda y la eficiencia energética. El informe de la Fundación Europea para el Clima, “Hacia una energía libre de fósiles en 2050”, concluye que la electrificación inteligente de la calefacción y refrigeración, la movilidad y los procesos industriales, combinada con eficiencia energética, puede resultar un 36% más barata que el hidrógeno verde a gran escala y ahorrar hasta 23.000 millones de euros de gasto energético en Europa, porque reduciría la demanda neta entre un 44% y un 70%. Lo ha confirmado el instituto alemán Fraunhofer que ha estimado el potencial de ahorro de energía de Europa en un 67%. Aproximar la generación al consumo es más decisivo para llegar al objetivo 100% renovables.
El PNIEC 2021-2030 que el Gobierno ha presentado a la Comisión Europea, al no diferenciar entre la generación centralizada y la distribuida y no establecer objetivos cuantificados de flexibilidad energética y gestión de la demanda, ha provocado un efecto llamada a la inversión especulativa en grandes instalaciones renovables. En este escenario cobran sentido las inversiones en instalaciones centralizadas a gran escala, las innumerables operaciones corporativas y las futuras subastas. Todo apunta a que las grandes energéticas han comenzado un nuevo ciclo inversor que acabará como los anteriores.
El sistema eléctrico debe dejar de medirse por su capacidad de generar ingresos y hacerlo por el contexto en que opera: la demanda. Las decisiones sobre nuevas infraestructuras energéticas para aumentar la capacidad de oferta serán erróneas e irreales si no tienen en cuenta las que afectan a la demanda, porque en la demanda van a influir más los impactos del cambio climático y la autonomía del consumidor que la oferta de energía.
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