España cuenta con planes nacionales de adaptación al cambio climático desde el año 2006; sin embargo, cuando se suceden fenómenos climáticos extremos, como la borrasca “Filomena”, o pandemias como la Covid-19, se pone de manifiesto nuestra vulnerabilidad y falta de resiliencia ante perturbaciones que tienen su origen en la actividad humana. Lo dramático es que España no está preparada para enfrentarse al cambio climático.
Hace un año se aprobó la declaración de emergencia climática; sin embargo, como ha explicado el biólogo del CSIC Fernando Valladares, se ha destacado antes la conexión entre el coronavirus y la reducción de emisiones de gases con efecto invernadero que la conexión que existe entre el aumento de las emisiones y el origen de las pandemias. Se olvida que una naturaleza bien conservada es lo que nos protege del clima y de nuevas enfermedades.
La borrasca “Filomena” ha provocado debates inútiles y exasperantes. Pero solo los meteorólogos acertaron en el aviso y en el diagnóstico. El calentamiento ha alterado la circulación atmosférica y los episodios climáticos son cada vez más extremos y frecuentes. Su origen está en el deshielo del Ártico, pero ese debate no interesa porque obliga a hablar de los límites del planeta y del crecimiento o de la necesidad de conservar los ecosistemas y la biodiversidad.
La ola de frío de enero ha demostrado que los usos que hacemos de la energía no nos protegen de los efectos del cambio climático. La regulación eléctrica sigue incentivando el consumo de energía para asegurar primero los ingresos del sistema eléctrico convencional y la rentabilidad de un mix desequilibrado por la falta de generación distribuida, antes que el ahorro energético y un precio transparente de la electricidad.
Tampoco los edificios y viviendas se construyen o reforman pensando en las necesidades de sus ocupantes ante situaciones de pandemia o variaciones climáticas extremas. En el transporte hemos disfrutado unos días de la ciudad sin coches y sin emisiones; pero es evidente que tantos años multiplicando la circulación de vehículos de combustión por las mismas calles y alimentando calefacciones con carbón, petróleo y gas han convertido las ciudades en entornos inhóspitos y, en palabras del profesor de la UPM César García Aranda, en destructoras de ecosistemas.
A pesar de que las directivas europeas establecen la fórmula para reducir las emisiones y abaratar la energía con generación distribuida y gestión de la demanda con el control del consumidor, los mercados energéticos mantienen las barreras a la competencia de las nuevas formas de autogenerar, agregar y consumir la electricidad. La regulación medioambiental es incoherente, como la taxonomía aprobada por la Unión Europea que, con criterios como los de neutralidad tecnológica o actividades facilitadoras, permitirá más inversiones contaminantes a gran escala que se etiquetarán como verdes y se financiarán con fondos públicos.
La sostenibilidad ya es un concepto fagocitado por el mercado, que lo ha relegado exclusivamente como valor reputacional para empresas e instituciones. La relación entre la energía, la biodiversidad y la salud no entra en los balances económicos ni en la política de compartimentos estancos que practican todas las administraciones públicas, en las que cada negociado solo entiende de lo suyo.
Para que la sociedad y la economía se adapten al cambio climático es preciso cambiar el mercado a través de un modelo energético más productivo que rentista, con menos energía centralizada y más energía de proximidad, con el uso masivo de renovables distribuidas y de economía circular, sin residuos ni emisiones, que asigne un valor a la eficiencia y ahorro de energía y que respete el territorio y su biodiversidad.
Si en esta crisis hemos aprendido a escuchar y respetar a los científicos, es hora de hacer lo mismo con los biólogos.