Si en 2002, cuando José Folgado firmó la orden de cierre programado de la central nuclear de Zorita, nos hubieran dicho que las eléctricas firmarían un acuerdo para cerrar el parque nuclear entre 2027 y 2035, lo hubiéramos aplaudido incrédulos. Ha ocurrido en 2019 y las críticas vertidas por encubrir una prolongación media de su vida útil de seis años olvidan que planificar el cierre de siete nucleares en quince años, en condiciones seguras, es una tarea gigantesca y complicada cuando solo se cuenta con una Enresa y un CSN.
Lo más inquietante del acuerdo de las eléctricas no es el calendario sino la incertidumbre sobre su coste y quiénes lo pagarán. La agencia de rating S&P ha alertado del multimillonario agujero financiero para el desmantelamiento de las centrales, que superaría los 10.000 ME. Habrá que añadir las inversiones que determine el CSN para los nuevos permisos de operación hasta su cierre definitivo. Y habrá que añadir la gestión de los residuos radioactivos, cuyos planes llevan sin actualizarse trece años.
Pensar que se pagará multiplicando la tasa nuclear a las eléctricas no es creíble y más con sus discrepancias sobre el acuerdo. Mientras para Iberdrola, Naturgy y EDP se trata de un calendario de cierre definitivo, para Endesa es solo orientativo, es decir, modificable; aunque todas persiguen escatimar inversiones y costes de seguridad para “ordeñar la vaca del dividendo”, según el término acuñado por el presidente de Iberdrola.
En la estela de lo ocurrido en EEUU, Francia, Reino Unido o Japón, Iberdrola ha reconocido que la nuclear es una ruina y de competitiva nada. Las nucleares son tan caras de abrir como de cerrar. Que el kilovatio nuclear es el más barato ha resultado ser una mentira atómica defendida durante más de cincuenta años por mentirosos atómicos.
El caso de Endesa es peor. Su negocio depende del ritmo de descapitalización que deciden Enel y el gobierno de Italia, su dueño, que solo quiere optimizar su dividendo con las nucleares mediante una política de extracción de rentas españolas al servicio de intereses italianos. Para la seguridad nuclear Roma está muy lejos de España, por lo que alargarán la vida útil todo lo que puedan. Como escribió su consejero delegado: “ni escrito en piedra, ni escrito en agua”. Endesa es el mejor ejemplo de cómo España ha perdido su soberanía energética por decisiones políticas y económicas irresponsables.
La incertidumbre política ha dado alas al enésimo anuncio del renacer nuclear con el aliento del falso ecologismo atómico que, siguiendo los argumentos de James Lovelock, sostiene que el planeta se autorregula mejor con energía nuclear que con energías renovables, que destrozan el territorio. Al no emitir CO2, la nuclear va a resolver el reto de la descarbonización. Es retroceder al planeta de los dinosaurios.
No hay mejor precedente en la historia de las noticias falsas que la energía nuclear. El 11–S en 2001 y Fukhusima en 2011, dispararon las inversiones y los costes de seguridad de las nucleares. Después de no encontrar una solución definitiva a los residuos y fracasados los intentos de derivar sus incalculables costes a la sociedad, los cincuenta años de mentiras atómicas han salido a la superficie. A pesar de ello, aún es frecuente leer o escuchar que las catástrofes de Chernobyl y Fukhusima están superadas o que la radioactividad y los residuos están tecnológicamente controlados. La realidad es que los costes crecientes de las nuevas exigencias de seguridad hacen inviables las centrales nucleares porque obligan a modificar su diseño. No son competitivas.
Lo malo de las mentiras atómicas es que, al repetirse una y otra vez en los medios, los ciudadanos acaban creyendo a los mentirosos atómicos. El espantajo nuclear pone a prueba la calidad de la democracia y hace temer, en contra de lo que ha pretendido la ministra Teresa Ribera, que el espectáculo de Garoña vuelva a repetirse.