javier garcía breva

El Acuerdo de París excita los subterfugios para seguir contaminando

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La celebración del quinto aniversario del Acuerdo del Clima de París coincide con la aceleración de la concentración de CO2 en el planeta, que supera en 2020 las 413 ppm y el récord de 410 ppm de 2019. El índice de actuación contra el cambio climático de la Red de Acción Climática (CAN) confirma que ninguno de los 58 países más contaminantes está en la trayectoria para cumplir el Acuerdo de París. Ni la política ni la economía pueden celebrar que la pandemia sea la solución al crecimiento de las emisiones; pero ha crecido en la conciencia de las personas el convencimiento de que el daño al medioambiente y la biodiversidad perjudican la salud, el bienestar de la población y aumenta la desigualdad intergeneracional.

Las informaciones se mezclan de forma contradictoria. La Organización Meteorológica Mundial, ha anunciado que en los próximos cinco años seguirá aumentando el calentamiento del planeta. El Consejo Europeo acaba de elevar el objetivo de reducción de emisiones al 55% en 2030, sobre el nivel de 1990. Reino Unido lo ha elevado hasta el 68%. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha exigido a los gobiernos que en 2021 aprueben sus contribuciones nacionales (NDC) en línea con los 1,5ºC del Acuerdo de París; pero denuncia cómo los países del G20 están invirtiendo un 50% más en combustibles fósiles que en renovables.

Ante la relajación de las políticas climáticas en los planes nacionales de recuperación económica, Antonio Guterres ha pedido que se garantice una reducción media de las emisiones del 45% hasta 2030 y la neutralidad de carbono en 2050. Hay que cumplir con los dos horizontes, el de 2030 y el de 2050, y no dejar para dentro de treinta años lo que deberíamos hacer en los diez próximos.

Respecto al cambio climático no solo se habla mucho y se hace poco, sino que lo que se hace es de una ambigüedad calculada para permitir que se siga contaminando. El Pacto Verde Europeo, firmado hace un año, dejó abierta la posibilidad de dar la etiqueta verde a la energía nuclear y al gas fósil. El Reglamento (UE) 2020/852, en vigor desde el pasado mes de julio, confirmó esa ambigüedad al incluir como criterios para determinar qué inversiones son sostenibles el de “neutralidad tecnológica” o el de “actividades facilitadoras”. Cualquier actividad puede ser considerada sostenible si facilita que otras actividades distintas cumplan alguno de los objetivos de sostenibilidad ambiental. Cualquier actividad será susceptible de ser sostenible y no se excluye a ninguna, aunque contamine.

En el caso de España, el índice de la CAN la sitúa lejos de la trayectoria de cumplimiento del Acuerdo de París. Después de fijar en el PNIEC 2021-2030 los objetivos más elevados de renovables (42%) y de eficiencia energética (39,5% y 39% para los sectores difusos), el objetivo de reducción de emisiones se queda en el 23% o el 21% del proyecto de ley de cambio climático. Si la Unión Europea ha establecido que con un objetivo del 32% de renovables y un 32,5% de eficiencia energética se alcanzará un 40% de reducción de emisiones, los objetivos de España no son coherentes y deberían llegar a una reducción de emisiones superior al 40%, pero se han quedado en la mitad.

La Comisión Europea abrió el mes pasado una consulta pública para revisar las directivas del paquete de invierno y adaptarlas al objetivo de un 55% de reducción de emisiones. Hará bien España en revisar el PNIEC, cargado de gas, petróleo y nucleares, y cerrar la brecha que nos aleja del Acuerdo de París y de los nuevos objetivos climáticos de la Unión Europea para 2030. Las razones de que se mantenga la ambigüedad en los objetivos y políticas de energía y clima es que el viejo modelo energético no está muerto y presenta una dura batalla contra las tecnologías limpias que van a remplazarlo.

Bajo el eslogan de la descarbonización, todavía se pueden escuchar o leer las mismas críticas a las renovables que se hacían hace diez años y que creíamos superadas. Según esas críticas, las renovables se siguen considerando como fuentes de energía de elevado coste, de largos periodos de amortización, de producción intermitente, baja gestionabilidad y que requieren energía de respaldo firme. La conclusión es una paradoja: se necesita seguir apoyando la inversión en energías contaminantes y centralizadas para garantizar una energía limpia y barata. En eso consiste el principio de neutralidad tecnológica o el concepto de actividades facilitadoras; un subterfugio para seguir contaminando el planeta confundiendo los objetivos de 2030 con los de 2050.
Sin embargo, el mundo avanza rápidamente por la innovación energética que suponen las energías renovables aplicadas en los mismos centros de consumo como instrumentos de eficiencia energética con el control del consumidor. Estos conceptos suenan a utopía, pero ya son competitivos y están desarrollados en las directivas europeas, que son leyes comunitarias que otorgan derechos a los consumidores, aunque sin jurisprudencia en España.

Las directivas de renovables y eficiencia energética plantean reducir hasta cero el uso de los combustibles fósiles para alcanzar los objetivos de descarbonización; por eso prescinden de la energía de respaldo, de pagos por capacidad o de subvenciones a los combustibles fósiles para alcanzar los objetivos de renovables, eficiencia y emisiones. No citan al gas, ni al petróleo, ni a las nucleares porque centran la seguridad energética en elevar la capacidad de energía flexible a través del despliegue de la generación distribuida, el autoconsumo, la gestión de la demanda, almacenamiento, agregación y carga inteligente de vehículos eléctricos.

El viejo modelo energético, depreciado y obsoleto, sigue vivo y pretende contaminar el desarrollo del nuevo modelo energético, desde el lenguaje hasta nuestros comportamientos.

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