Para ello ofreció una serie de estímulos económicos, que sin embargo no tuvieron adecuada respuesta, quizás por no ser suficientemente atractivos o porque aún no existía la adecuada motivación de la sociedad, y también, es muy posible, porque las grandes empresas del sector se encontraban muy cómodas con sus centrales tradicionales y no tenían interés en la aparición de nuevos actores que instalaran otras nuevas, lo que hizo que todo siguiera sin cambios apreciables.
Posteriormente, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero ahondó un poco más en el impulso de las energías renovables, en este caso, abriendo la entrada a operadores mucho más pequeños que los que habitualmente participaban en el negocio de la generación: los ciudadanos. Sesenta y dos mil familias, entre los que se encontraban agricultores, pymes y pequeños inversores particulares, se decidieron a participar en el ofrecimiento hecho por el Gobierno, convencidos de la seguridad que representaba estar su inversión respaldada por el Boletín Oficial del Estado - más allá, lógicamente, del riesgo que siempre representa una instalación industrial- confianza que luego vieron defraudada, primero, parcialmente, por el mismo ejecutivo que les indujo a la inversión y luego, de forma extrema, por el gobierno del Partido Popular, a pesar de que el mismo, estando en la oposición, les había prometido, bajo el estandarte de la seguridad jurídica, que cuando llegara al Gobierno repondría las condiciones iniciales con las que aquellos hicieron su inversión.
Y es que, después de una intensa campaña de desprestigio de este tipo de energías y muy en particular de la energía solar, y aprovechando la crisis económica que tan duramente castigó a nuestro país a partir del 2008, el Partido Popular de Mariano Rajoy, a través de la mano ejecutora del Secretario de Estado de Energía, Alberto Nadal, cambió en el 2013 totalmente el modelo diseñado por el Gobierno socialista y sustituyó el pago por kWh generado –vigente cuando se hicieron tales instalaciones y en base al cual se diseñaron las correspondientes inversiones– por lo que llamaron una rentabilidad razonable de la inversión realizada.
Este sistema fue tanto más injusto por cuanto después de fijada la rentabilidad que debían obtener las plantas fotovoltaicas asignaron a cada una de ellas, de forma totalmente arbitraria, el valor que ellos mismos consideraron oportuno para que finalmente les saliesen las cuentas, el cual nada tenía que ver con el valor real pagado por las mismas, con lo que así obtenían fácilmente la rentabilidad teórica prefijada.
Ello condujo a que muchos pequeños productores tuvieran que seguir aportando importantes cantidades de dinero para conservar sus plantas y a que otras muchas familias, para salvar la casa con la que las habían avalado, tuvieran que cederlas a los bancos con los que tenían sus créditos o a los fondos buitres que desde entonces andan al acecho para llevarse, a precios de saldo, aquellas cuya financiación no pueden hacer frente sus propietarios.
¿Tan difícil hubiera sido para los Tribunales que intervinieron en estos temas comprobar tales extremos en vez de admitir sin más los valores dados por la Administración? Para ello solo tenían que haber comprobado el IVA pagado por cada instalación, lo que no hubiese sido muy difícil, pues con pedir tal dato a Hacienda hubieran resuelto la cuestión. Pero no lo hicieron, ¿por qué?
Por todo ello habría que decir que más que rentabilidad razonable lo que se sacaron de la manga fue una rentabilidad ficticia y a la carta. Ficticia porque dicha rentabilidad, como maliciosamente se quiso hacer creer a la opinión pública, no puede compararse con la obtenida con un depósito bancario, cuyo valor íntegro, junto a los intereses generados, es recuperado al finalizar el mismo, mientras que estos activos se van degradando con el tiempo hasta quedar su valor en negativo al final de su vida útil, pues hay que retirarlos del lugar donde se encuentran. Y a la carta, pero a la carta del Ministerio, pues a cada instalación la dieron el valor que quisieron, lo que supuso un duro castigo para muchos pequeños productores a los que se valoró su instalación con un precio totalmente alejado de su costo real.
Justo sería, por todo ello, que ahora se adoptasen las medidas correctoras que permitiesen a los afectados obtener de su inversión, al menos, la rentabilidad razonable que la ley preveía cuando ésta se aprobó, acabando así con la arbitrariedad de que fueron objeto por quienes, para más escarnio, trataron de presentarles ante la opinión pública como los causantes del elevado precio que el consumidor pagaba por la electricidad.