fotovoltaica

Agarrados por los kilovatios

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¿Quien no ha oído muchas veces eso de “los excesos siempre son malos”. Y sí, en efecto, todo exceso puede producir efectos indeseables, si se encuentra mal gestionado Esto es aplicable no solo a nuestros actos personales, sino que también es extensible a las actividades económicas de cualquier orden, entre las que, a título ilustrativo, podemos citar la producción de energía eléctrica. Es un artículo de Alberto Cuartas, miembro de la Junta Directiva de Anpier, que se ha publicado hoy en El Diario Montañés.
Agarrados por los kilovatios

Nadie en su sano juicio pone en duda hoy las ventajas que ofrecen las energías renovables, y muy en particular la tecnología solar fotovoltaica, por lo que han quedado atrás aquellos tiempos en los que las grandes eléctricas consideraban más conveniente, y desde luego rentable, continuar con las centrales clásicas de carbón, gas, nucleares y, por supuesto, las hidroeléctricas, instalaciones de las que España, afortunadamente, dispone gracias a la red de pantanos  desarrollada a lo largo del siglo pasado y de los que las grandes compañías eléctricas disfrutan por las concesiones administrativas de las que fueron objeto.

Es por ello entendible, desde el punto de vista de aquellas empresas, que durante muchos años no quisieran utilizar esta nueva tecnología, aunque no tanto que no moviesen ni un musculo cuando el Gobierno –ignorando la seguridad jurídica que debe ser santo y seña de todo Estado democrático– aplicó recortes económicos retroactivos a los pioneros que apostaron por ella y que llevaron a la ruina a muchos de aquellos. ¡Qué diferencia de comportamiento con lo que luego hemos visto cuando han sido ellas las posibles afectadas!

Pensar en quienes creyeron desde el primer momento en esta nueva tecnología me lleva a recordar un viaje que hice en tren, a mediados de la década pasada, desde Berlín hasta el sur de Alemania,  en el que quedé sorprendido al ver, en los pueblos por los que pasábamos, gran número de placas fotovoltaicas en sus tejados o en pequeños parques en sus proximidades. ¡Qué diferencia con España!, donde entre unos y otros contribuyeron, primero, a arruinar a quienes confiados en el Gobierno acudieron a su llamada para la puesta en marcha de esta nueva tecnología y, después, consecuencia de lo anterior, a la paralización de nuevas inversiones y a la destrucción de su incipiente industria, hasta ese momento a la cabeza internacional. Ello condujo a que Alemania tuviera cuatro veces más de potencia fotovoltaica instalada que la que tenía España, lo cual, claro, parece normal dado el sol del que habitualmente disfrutan en el país germano en contra del que tenemos en nuestro país (permítanme el sarcasmo).

Sin embargo, ahora, cuando gracias a aquellos pioneros, (a los que, por cierto, el Gobierno, a pesar de sus reiteradas promesas, sigue sin compensar, aunque sea parcialmente, las pérdidas que les ocasionaron), tal tecnología ha tenido un notable desarrollo y sus precios un descenso igualmente espectacular, las grandes empresas eléctricas pretenden asumirla en exclusiva. Para ello proyectan la realización de enormes parques fotovoltaicos que ocuparán miles de hectáreas de terreno con muy escaso beneficio sobre la población circundante. Y es que a los mejores precios obtenidos por economía de escala para los propietarios de dichos parques, hay que considerar, en sentido contrario, las importantes pérdidas que en el transporte de dicha electricidad se produce hasta sus puntos de consumo, el deterioro medioambiental y agrícola que, en muchas ocasiones ello supone y, una vez más, la concentración de un sector principal de nuestra economía exclusivamente en las manos de un pequeño número de empresas.  

En contraposición a tales parques están las posibilidades que la energía fotovoltaica ofrece de realizar pequeñas instalaciones comunitarias en los pueblos de nuestra España interior –las llamadas comunidades energéticas– que junto a la energía producida en las propias viviendas, almacenes, pequeños talleres y establos, generarían energía suficiente para toda su población y, en muchos casos, un exceso para verter en la red. Tal política supondría un beneficio económico importante para quienes residan en tales pueblos, a lo que si sumamos alta velocidad en su conexión a internet, además de servicios sociales adecuados, como escuelas de calidad, sanidad, e infraestructuras básicas de comunicaciones, harán que nuestros pueblos sean interesantes para la instalación de pequeñas empresas y, en general, para que en ellos decidan residir muchos de quienes hasta ahora pensaban que solo la ciudad era capaz de ofrecerles los servicios que una sociedad moderna precisa.

Por ello, hacer compatibles diversos modelos de generación eléctrica, mediante una adecuada política participativa, nos lleva a no considerar aceptable que la única apuesta para la energía renovable de futuro tenga que pasar, como algunos pretenden, por megacentrales en manos de los mismos que hasta ahora nos han tenido agarrados por los kilovatios.

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