Las emociones son inherentes al ser humano. Tal y como apuntan Antonio Gómez y Gonzalo Velasco en su libro Atlas político de las emociones, “en la época contemporánea los grandes procesos de cambio han ido acompañados de movimientos afectivos individuales y colectivos. Además, se ha producido una apelación pública a lo emocional, hasta hace poco confinada a lo privado”.
En política es algo más que asumido que votamos con “las entrañas”. En realidad, casi cualquier cosa que hacemos en nuestra vida la hacemos de forma emocional, y muchas de las situaciones con las que convivimos en nuestro día a día provocan en nosotras todo un abanico de reacciones.
Me atrevería a decir que abordar el reto de la transición energética en toda su complejidad supone un cambio tan radical como lo han supuesto otros procesos históricos. Entonces, ¿por qué no prestamos atención a todos esos movimientos afectivos? ¿Por qué no los cuidamos? Mirar hacia otro lado es algo que quienes apostamos por un modelo participativo, justo y democrático no nos podemos permitir.
Mi recorrido vital y profesional me ha dado la oportunidad de hablar con muchas personas, de vivir y observar diferentes procesos, de debatir, de estudiar cómo crear proyectos sostenibles desde todas las miradas. Y la evolución que he visto me ha dejado un sabor agridulce. Según apuntan algunas teorías, para que en una organización se produzcan cambios significativos y sostenidos en el tiempo, el mejor estado de ánimo colectivo es aquel que se sitúa dentro de un nivel de alta intensidad con una percepción ciertamente negativa de la realidad en la que viven. O, dicho de otra manera, el inconformismo y el malestar en las dosis adecuadas son palancas de cambio. Cuando a un cierto nivel se generalizan emociones como la apatía, la frustración o el conformismo (emociones de baja intensidad y negativas) el cambio es prácticamente imposible.
Dentro de quienes trabajamos para plantear alternativas al modelo hegemónico, percibo una tendencia al agotamiento y la frustración que en ocasiones se traduce en resignación y, otras veces, directamente en unas discusiones en un tono verdaderamente hostil. Cada vez más... hablamos... pero no nos entendemos; nos oímos... pero no escuchamos.
No quiero decir que no haya espacio para la ilusión, la alegría, la curiosidad, etcétera. Lo que me preocupa es el quién va ganando terreno a quién. Esto nos hace cada vez más miopes cuando lo que necesitamos es todo lo contrario: una visión de largo alcance y 360 grados.
Estamos en un momento crítico en el que, dependiendo de cómo canalicemos todo ese
hervidero de emociones que conviven, ya no dentro del sector, sino en la sociedad, hará que la balanza se decante del lado de un modelo u otro.
Tal vez necesitamos recordar que estamos condenadas a entendernos. El reto al que nos enfrentamos es de tal calado que cualquier acción y lucha individual será necesaria pero no suficiente. Cualquier solución que no tenga en cuenta una visión holística no servirá para superar o adaptarnos a esta crisis sistémica. Sin empatía ni respeto no se puede construir algo que perdure.
Traduciendo todo esto a ejemplos concretos, y aunque parezcan obviedades, no hay comunidad energética sin comunidad; no podemos aislar nuestro bloque de viviendas si no logramos ponernos de acuerdo con nuestros vecinos, por mucho dinero que vayamos a ahorrar o por muchos recursos que tengamos para generar energía.
Por eso transición energética y social deben ir de la mano. De hecho, me atrevería a decir que, sin la segunda, la primera no será viable. Por lo menos dentro de un marco de paz social.
Así que, reconociendo todo el potencial transformador de avances tecnológicos como la
inteligencia artificial (ahora que está en boca de todos), mi apuesta sigue siendo la inteligencia emocional como el gran elemento catalizador del cambio.