Disponemos de una información cada vez más abultada y rigurosa sobre la evidencia del calentamiento global. Al margen de compañías o gobiernos que puedan tener interés en negarlo, ¿Por qué cree que hay también gente “de a pie” que lo niega?
La negación del cambio climático no es un trastorno psicológico ni un síntoma de locura ni nada por el estilo. Es más bien la constatación de que a nuestro cerebro le cuesta asimilar un fenómeno de tanta envergadura. Nuestro cerebro odia el cambio y la incertidumbre. Pensemos que, a lo largo de millones de años, la incertidumbre implicaba peligro y, por tanto, alerta. Así que nuestro cerebro se acostumbró a ser feliz con la situación controlada, cuando sabe qué va a suceder a continuación. Todo lo contrario a las impredecibles, y seguro desagradables, consecuencias del cambio climático.
Por la misma razón nuestro cerebro es poco eficaz a la hora de anticipar el futuro, mientras que es experto en lidiar con el presente. El futuro es una abstracción que le cuesta asimilar. Y el cambio climático, por mucho que hoy estemos viendo las primeras consecuencias, vive de un discurso de lo que pasará si no hacemos nada.
Unido a estos dos elementos está la magnitud del fenómeno, que provoca que una acción individual tenga muy poco impacto perceptible por parte del ciudadano, lo que acaba causando una sensación de indefensión, de “para qué hacer algo si no sirve para nada”. Todo esto sucede en un contexto de desafección hacia los líderes, de desconfianza hacia las instituciones que deberían resolver el problema.
La negación del fenómeno no deja de ser una reacción de defensa del cerebro, una manera de resolver ese conflicto de creencias y valores, ese elemento que ha desestabilizado la paz que tanto añora nuestra mente. Es infalible: si no existe el problema, vuelve la paz. Si esa negación es compartida, se refuerza. Somos animales sociales. Necesitamos pertenecer a grupos y esos grupos refuerzan nuestra identidad. Por tanto, la visibilidad que tienen este tipo de movimientos negacionistas solo atraen a más personas que quieren resolver ese conflicto mental y que compran el discurso fácil de la invención.
Para muchas personas, el cambio climático es todavía algo ajeno, no lo ven como algo que afecte a sus vidas. ¿Estamos comunicando bien por qué no podemos perder más tiempo en hacerle frente?
Algo estamos haciendo bien, sobre todo en nuestro país, cuando según Pew Research más del 80% de los españoles creen que el cambio climático es una amenaza y sólo un 5% cree que no lo es. Tendemos a fijarnos en ese 5% porqué gritan más y sus argumentos, por absurdos o extravagantes sobresalen del ruido y captan nuestra atención. Pero su presencia es testimonial.
Sin embargo, la concienciación, aunque sea una gran noticia, es sólo el primer paso. El reto ahora está en la implicación. Podemos ser conscientes de que es un grave problema pero no estar dispuestos a hacer “sacrificios” para resolver la situación o, simplemente, pensar que nuestro comportamiento no cambiará nada. Y es justo ahí donde tenemos los retos comunicativos, donde sí podemos hacerlo mejor y donde tenemos el riesgo de morir de éxito: de extremar tanto el discurso y poner tanto énfasis en la emergencia (aunque los hechos nos den la razón) que sea contraproducente y provoque en el receptor esa sensación abrumadora que le paralice.
¿Hay otras formas de concienciar mejor, más eficazmente?
Debemos poner el foco en tres pilares: claridad, coherencia y consistencia. La claridad es precisamente el valor de los negacionistas. Es más fácil armar un discurso basado en hechos que tenemos delante de nosotros, como “me dicen que hay calentamiento global y en la calle sigue haciendo frío” que probar teorías científicas que hablan de conceptos abstractos como la atmósfera o las implicaciones de la subida del nivel del mar. Pero ahí está el reto.
La coherencia tiene que ver con la definición del discurso y su difusión. La definición del discurso no sólo en cuanto a narrativa, al qué contamos, sino a cómo lo contamos. Hemos de ser cuidadosos con el tono de excesiva emergencia, porque eso refuerza la disonancia y la indefensión. También eliminar ese discurso de la obligación, de “dúchate menos horas” o “consume menos de esto o lo otro”, porque sólo generan sentimientos de rechazo. Tenemos que construir sobre valores y sobre emociones. Apelar a motivaciones, necesidades y orgullo de pertenencia, la sensación de estar en el bando adecuado. Pero también mostrar y difundir el impacto que tienen las acciones individuales. Ignorar el discurso negacionista, que sólo les da más visibilidad, y centrarnos en desmontar de forma proactiva y constructiva cada barrera del cerebro.
La consistencia nos obliga a mantener los esfuerzos en el tiempo. Un mensaje repetido, que ya ha escuchado nuestro cerebro, es un mensaje que calará más fácilmente en el receptor.
Desde el punto de vista sociológico, figuras como la de Greta Thunberg ¿hasta qué punto ayudan a la lucha para salvar el planeta?
Greta ha conseguido algo histórico, que no sé si sabremos valorar con un poco más de perspectiva: ha logrado movilizar a millones de jóvenes alrededor del mundo. Ha conseguido un movimiento social global sin parangón. Y, con él, ha contribuido a difundir el mensaje y la causa, a hacer que cale en la agenda mediática y política.
El riesgo es que la propia dinámica del movimiento le lleve a extremar el discurso, a empezar a diferenciar entre un “nosotros” que nos preocupamos del medio ambiente y un “ellos”, malvados, que se dedican a destruirlo. Ahí es donde el movimiento corre el riesgo de perder peso, porque la línea entre el nosotros y el ellos es, necesariamente, delgada. Se empieza a caer en contradicciones e incoherencias, se confía demasiado en los gestos simbólicos y menos en el impacto y, poco a poco, cada vez hay más gente en el “ellos” y menos en el “nosotros”. En cualquier caso, incluso con ese riesgo, la aparición de figuras como Greta que lanzan movimientos de cambio social siempre va a ser positivo. Porque, en el camino, han conseguido que sus ideas calen, han sensibilizado a la población y han cambiado la sociedad.
Pero hay quien considera que los mensajes pesimistas y de urgencia pueden tener el resultado contrario al perseguido…
Depende de las armas y los recursos que des a las personas para afrontar la situación. El problema no son los mensajes pesimistas o la urgencia en sí. De hecho, nuestro cerebro siempre va a tender a resolver retos y problemas. Pero esta ventaja evolutiva tiene una cara oculta, y es que ese mismo cerebro se frustrará cuando perciba que no tiene las herramientas o los recursos para resolver esos retos o que su actividad no provoca ningún resultado. Y la frustración derivará en pasividad, evitación o huida.
Por eso uno de los mayores retos es entender qué puede hacer el ciudadano para resolver el problema. Y, sobre todo, cómo podemos lograr que el ciudadano perciba que lo que hace tiene impacto, contribuye de una manera tangible a resolverlo. Si tenemos claras esas variables da igual si el mensaje es pesimista o de urgencia. Es más, puede tener más efectividad porque el ciudadano percibirá la situación como más importante y, por tanto, el refuerzo por sentir que la está solucionando será mayor.
¿Pertenecer a un grupo que comparte la necesidad de actuar nos moviliza más que los mensajes de los políticos?
Uno de los cambios sociales más importantes de los últimos 20 años es la emergencia y el protagonismo de las redes. No hablo de las plataformas tecnológicas, sino del concepto de redes, de personas que se agrupan en base a intereses comunes. Y las implicaciones que puede tener para la comunicación en cuanto a la confianza en esas redes.
Siempre hemos confiado más en las personas que teníamos cerca, pero la tecnología ha propiciado que ese círculo al que consideramos “cercano” se amplíe a personas a las que no conocemos de nada, a las que no hemos visto en nuestra vida y que quizá viven en la otra parte del mundo. Sin embargo, sociológicamente la percepción es de formar parte de un grupo, exactamente igual que hace unos años. Confiamos en su opinión, en la información que comparten y definimos nuestra identidad en base a la pertenencia a esos grupos.
Esto tiene una cara amarga como la divulgación de las fake news, que principalmente se produce entre personas que se conocen; pero también lo podemos aprovechar. La creación de grupos y comunidades que compartan horizontalmente el mensaje de actuar frente a la emergencia climática será mucho más eficaz que cualquier esfuerzo “dirigido” por unas élites o unos stakeholders que están perdiendo influencia y poder. Por tanto la pregunta no es qué tipo de mensaje tenemos que lanzar, sino a través de dónde y cómo creamos esas comunidades. Y es ahí donde, como decíamos antes, figuras como Greta Thunberg hacen una labor más que necesaria.