Denunciaba el mes pasado en esta columna el descabellado recurso de Gas Natural Fenosa, empeñada en seguir cargando nuestra atmósfera de gases de efecto invernadero, contra el concurso de suministro eléctrico del Ayuntamiento de Madrid por premiar a las comercializadoras según el etiquetado que otorga la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia en base a sus emisiones de CO2. Dicho etiquetado forma parte de nuestro marco normativo. Existe para que sepamos de dónde viene la electricidad que suministra cada compañía que opera en el mercado y para que, a partir del mismo, ciudadanos, empresas y administraciones tomemos decisiones de a quién se la compramos. Pues no, resulta que el Tribunal Administrativo de Contratación Pública de la Comunidad de Madrid ha dado la razón a la compañía gasista al estimar el recurso que presentó el pasado mes de agosto y anular ese apartado del pliego de condiciones.
Un enrevesado argumento que según algunos juristas se cae por su propio peso ha conseguido aplazar seis meses el concurso y prorrogar el contrato actual que la señora Botella otorgó en su día a Endesa. Dicen los magistrados en su fallo que el etiquetado es “consecuencia de la distribución o comercialización de electricidad de origen no renovable que nada tiene que ver con el objeto del contrato” y añade que “por tanto, no puede admitirse el criterio de adjudicación referido a la etiqueta de la electricidad comercializada o distribuida el año anterior en cuanto no discrimina las emisiones de CO2 de la energía contratada respecto del total de las emisiones del mix comercializado por la distribuidora”.
Es decir, según este Tribunal Administrativo, tú a la hora de comprar solo puedes valorar el producto que te están vendiendo y no puedes tener en cuenta otras consideraciones sobre el vendedor, aunque sea el etiquetado que otorga un organismo oficial como la CNMC. Una consideración que va en contra de la tendencia actual no ya en responsabilidad social corporativa sino en el derecho de los ciudadanos (o empresas y entidades) a saber más sobre nuestros proveedores, para tomar decisiones como consumidores que ayuden a vivir en un entorno más sostenible o socialmente más justo.
¡Oiga, que para eso está el etiquetado! Que lo que queremos no es solo saber si lo que nos venden cumple los requisitos que hemos decidido tener en cuenta a la hora de comprar algo sino tener derecho a valorar el resto de lo que hace nuestro vendedor. Vamos, es como si tuviéramos que ignorar que el 90% de la producción de una determinada marca se elabora con mano de obra infantil porque precisamente el producto que nos vende casualmente está elaborado en condiciones dignas.
Si el Ayuntamiento de Madrid quería otorgar cinco puntos (poco premio a mi entender, por cierto) a las empresas etiquetadas como A, las que no suministran en ningún caso energía con emisiones de CO2 en origen, parece absurdo que eso pueda considerarse una discriminación inadecuada cuándo todos estamos de acuerdo en que debemos ir a un modelo descarbonizado de generación de energía. Lo que sucede es que una cosa es hacerse una foto con mariposas y eslóganes contra el cambio climático y otra que le toquen el bolsillo a esas grandes corporaciones que no acaban de asimilar que lo de luchar contra el cambio climático pasa inexorablemente por cambiar su negocio. Si su actividad principal es quemar combustibles fósiles, sepa que su negocio tiene los años contados pese a encontrar, de vez en cuando, ayudas para perpetuarse, como lo es este insólito fallo que, lógicamente, va a ser recurrido. O decisiones tan equivocadas como la de la Comunidad de Madrid apostando por el gas como la energía del futuro al asumir como verdad la falacia de que “el gas es limpio”. Un eslogan de un poderoso sector que tendremos que combatir como ya hicimos con el de “las renovables son caras” y que tanto daño hizo al hacerlo propio una parte de la clase política. Así nos va.