Hoy hace 25 años exactamente que tuvo lugar la tragedia de Chernóbil, un siniestro que situó en el mapa un enclave en el que hoy sigue campeando la radiactividad. Lo contaba Greenpeace hace unos días, cuando publicaba un estudio que "ha descubierto altos niveles de contaminación radiactiva en alimentos básicos de diversas localidades de Ucrania".
Según Iryna Labunska, científica de Greenpeace, "los niveles más peligrosos se encontraron en alimentos clave como la leche", por lo que la organización ecologista considera que "existe la necesidad urgente de continuar analizando con rigor y de manera científica la contaminación por isótopos radiactivos de las tierras de cultivo y de pasto en las áreas afectadas de Ucrania". Probablemente, dentro de 25 años suceda lo mismo en los alrededores de Fukushima, aunque no sea lo mismo. Allí, de momento y en todo caso, ya se ha detectado radiactividad en leche de la zona.
De Chernóbil, con retraso, fueron evacuados decenas de miles de seres humanos, que se vieron obligados a un exilio –exilio nuclear– sencillamente definitivo. Y en Fukushima ha pasado exactamente lo mismo: exilio. Aunque no es lo mismo, repiten machaconamente los chamanes de lo atómico. No es lo mismo el exilio en una Unión Soviética en proceso de desvertebración que el exilio en un Japón del siglo XXI. Y digo yo que probablemente, dentro de 25 años, los exiliados de Fukushima sigan lejos de aquella tierra, aunque no sea lo mismo. Hace unos días, las autoridades informaron de que permitirán el acceso de los evacuados a la zona –uno por familia–, durante unas horas, para que recojan lo que estimen oportuno. Y yo me pregunto qué recogería yo si estuviese en esa piel: ¿las fotos de mi gente? ¿Lo que tengo en el ordenador? ¿El osito de mi hija, ese con el que duerme cuando tiene miedo? ¿Me daría miedo a mí devolverle algo que no sé si está contaminado, o demasiado contaminado, o lo suficientemente contaminado?
Fukushima no es Chernóbil, es Fukushima. ¿Y eso es mejor o peor? Lo contamos hace unos días, cuando la OIEA elevó a siete el nivel de gravedad del accidente de Japón. Lo contamos entonces y repetimos hoy, cuando se cumplen exactamente 25 años de la entrada en la historia de una ciudad hasta entonces anónima para casi toda la humanidad. Decíamos así: el accidente de la central de Chernóbil (entonces dependiente de la Unión Soviética) es el único (lo era hasta hace unos días) que ha alcanzado la categoría de nivel 7 (la más alta) en la Escala Internacional de Sucesos Nucleares. En Chernóbil, el siniestro liberó una cantidad de material radiactivo que se estima fue entre cien y quinientas veces mayor que la desencadenada por la bomba atómica arrojada por Estados Unidos sobre la ciudad de Hiroshima.
En Chernóbil, más de 330.000 desplazados
¿Consecuencias oficiales tras el accidente? 31 víctimas directas, 4.000 muertes indirectas (cáncer), más de 330.000 personas “relocalizadas” (116.000 fueron evacuadas en la primavera de 1986; otras 220.000 fueron “relocalizadas” en los años siguientes); 600.000 trabajadores expuestos (esa es la cifra oficial de operarios implicados en la emergencia; la OIEA estima que las mayores dosis de radiación fueron recibidas por unos mil de ellos); y más de cinco millones de afectados que se hallaban en áreas que posteriormente serían designadas como “contaminadas” en Bielorrusia, Rusia y Ucrania.
La catástrofe tuvo lugar durante una prueba de seguridad, fue ocultada por las autoridades soviéticas durante varios días y detectada por científicos suecos, que hallaron partículas radiactivas en las ropas de los trabajadores de la central nuclear de Forsmark, sita a unos 1.100 kilómetros de Chernóbil: tras hacer las pertinentes comprobaciones y no hallar fugas en su instalación, concluyeron que, dados los vientos dominantes en aquellos días, debían provenir del este. Mediciones similares se fueron sucediendo en Finlandia y Alemania. Naciones Unidas considera que 150.000 kilómetros cuadrados quedaron contaminados en la Unión Soviética y otros 45.000 en la Europa occidental.
Los números de la salud
Mucho se ha discutido, y mucho se ha de discutir, sobre los efectos que para la salud y el medio ambiente acarreará el accidente de Chernóbil. Las estimaciones al respecto varían enormemente. Un estudio publicado por la revista Nature en abril de 2006 preveía para los próximos años otras 5.000 víctimas adicionales entre los cinco o seis millones de personas que pudieron verse afectados por las radiaciones. En esas mismas fechas, y coincidiendo también con el vigésimo aniversario del siniestro, un informe encargado por Greenpeace a medio centenar de científicos de todo el mundo estimaba que “se producirán alrededor de 270.000 casos de cáncer atribuibles a la precipitación radiactiva de Chernóbil, de los cuales probablemente alrededor de 93.000 serán mortales”.
Otro estudio, firmado en este caso por la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, señalaba, también en esas fechas, que entre 50.000 y 100.000 de los trabajadores expuestos habían muerto ya en 2006. La Asociación citaba además informes del propio Ministerio para Chernóbil de Ucrania según los cuales se han multiplicado las tasas de varias enfermedades: “del sistema endocrino (25 veces mayor desde 1987 a 1992), de los órganos del aparato digestivo (60 veces mayor), de tejidos cutáneo y subcutáneo (50 veces mayor), del sistema musculoesquelético y disfunciones psicológicas (53 veces mayor)”.
No, Fukushima no es Chernóbil, es Fukushima. ¿Y eso es mejor o peor?