Las emisiones mundiales de CO2 relacionadas con la energía aumentaron un 1,7% en 2018, el mayor ritmo de los últimos cinco años y no parece que vayan a disminuir de aquí a 2040. El uso del carbón representa actualmente un tercio de las emisiones totales y según la Agencia Internacional de la Energía la India y el Sureste de Asia van a incrementar el uso de carbón para la electricidad compensando las reducciones en el uso de este combustible realizadas por Europa y Estados Unidos.
Que nadie se sienta tentado a decir que el esfuerzo no merece la pena, o que la Unión Europea no debería asumir compromisos ambiciosos porque apenas representa un 10% de las emisiones globales: cada tonelada evitada de CO2 a la atmosfera cuenta, como importa cada centígrado que se suba la temperatura. Además toca asumir una evidente responsabilidad histórica y recordar que los europeos consumimos productos con una mochila de emisiones de carbono de fuera. Concretamente España es una importadora neta de emisiones y hasta un 40% de las emisiones incorporadas en los bienes y servicios finales que consumimos se emiten en otras partes del mundo.
El nuestro es, además, uno de los estados europeos más emisores de gases de efecto invernadero y donde más han aumentado las emisiones desde 1990. En los últimos años se ha comportado como un lastre para que el conjunto de la Unión Europea cumpla con el Acuerdo de París. En 2018 las emisiones de gases de efecto invernadero, un 4,3% inferiores a las del año anterior, alcanzaron un incremento del 12,91% respecto 1990 a nivel estatal, según un informe de Comisiones Obreras.
Nos encontramos en un momento crucial en el que confluyen los impactos presentes del calentamiento global, los compromisos internacionales que marcan el camino para avanzar en la descarbonización, informes científicos que avisan de que hay poco tiempo para hacerlo, tecnologías disponibles que permiten el cambio de fuentes energéticas y la electrificación de la demanda y, finalmente, una sustancial bajada de costes en muchas de esas tecnologías que permiten hacer los cambios con esfuerzos financieros razonables.
Desde la sociedad civil organizada se ha puesto mucho énfasis en señalar la insuficiencia de los compromisos que ha adquirido la comunidad internacional de acuerdo a lo que la ciencia nos señala, porque solo tenemos una década para evitar un cambio del clima abrupto que ponga en peligro el planeta –y nuestra civilización– y nos encaminamos a un calentamiento de más de 3ºC. En Europa los últimos doce meses han sido los más cálidos registrados en la historia. Y países como Francia o Alemania con planes de transición energética emblemáticos no están alcanzando sus objetivos. El descontento social parece haber estallado. Las huelgas escolares por el cambio climático lideradas por Greta Thunberg que han secundado más de un millón de estudiantes en más de cien países y el movimiento de desobediencia civil de Londres, París y Berlín parecen haber relanzado la lucha ciudadana por el futuro del planeta. En Finlandia, con 5,5 millones de habitantes y un tercio del territorio situado por encima del Círculo Polar Ártico, el cambio climático ha sido protagonista de los debates electorales y el partido verde será clave para formar un gobierno progresista.
Mientras tanto en España, un país especialmente vulnerable a los efectos del cambio climático y que ha sido referente mundial en materia de renovables, la transición energética y ecológica ha sido la gran olvidada de la campaña electoral y no termina de cuajar un partido verde con fuerte representación institucional.
La próxima ronda electoral para decidir los gobiernos autonómicos y municipales es una buena ocasión para poner en el centro las cuestiones ecológicas, el futuro de la gente jóven y las oportunidades de la transición energética para cambiar nuestro modelo productivo y fortalecer las economías locales. Las energías renovables además de transformar nuestras ciudades pueden generar mucha riqueza en la España rural y vaciada, pero esto no ocurrirá de forma automática ni socialmente justa sin unas buenas políticas públicas que marquen la hoja de ruta para llegar a tiempo.